miércoles, 14 de octubre de 2009

LA VOLUNTAD DE DIOS, NO LA MÍA

Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra, así como se hace en el cielo. Mateo 6: 9, 10

A inicios del siglo XVIII la reina Ana ocupaba el trono de Inglaterra. Pero su vida distaba mucho de ser feliz. Sus hijos morían de una enfermedad misteriosa. Los médicos hacían todo cuanto podían para curarlos, pero nada parecía funcionar. Finalmente, se rodeó el palacio con guardias. Daban vueltas haciendo sonar las trompetas, según la superstición de la época que afirmaba que los ruidos estridentes mantenían alejada la muerte. A nadie se le permitía ¡r más allá de los guardias, excepto al hombre que llevaba la leche a la cocina de palacio. Cada día, cuando traía la leche fresca, los sirvientes la llevaban a los enfebrecidos niños con la esperanza de que eso los ayudaría a recuperarse. Poco se daban cuenta de que la leche era la fuente de su problema. Llevaba gérmenes de fiebre tifoidea, mortales. Las fiebres tifoideas, en el siglo XVIII eran incurables. Los que estaban al cuidado de los niños reales hacían todo lo que les permitía su limitado conocimiento. Pensaban que sabían qué era lo mejor, pero estaban equivocados. Para nosotros es fácil cometer el mismo tipo de error, especialmente cuando oramos. Alguna vez le pediste a Dios algo y no lo obtuviste? ¿Estuviste tentado de pensar que Dios te había abandonado y no te respondía como te hubiera gustado? Cuando oramos, no podemos ver el futuro. No sabemos cómo nos afectará lo que pedimos. Pero Dios sí lo sabe. Lo que pedimos podría ser lo peor para nosotros. (Como la leche contaminada con las fiebres tifoideas). Cuando oramos tenemos que poner la decisión final en manos de Dios. Todas nuestras peticiones deberían terminar con un «Hágase tu voluntad». Podemos confiar en él porque siempre hace lo mejor.

Tomado de la Matutina El Viaje Increíble.

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