lunes, 22 de febrero de 2010

UNA LÁGRIMA PARA RECORDAR

Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron (Apocalipsis 21:4).

Era joven y estaba confundida. Me arrodillé al lado de la cama de mi padre en el hospital. Él era un hombre fuerte que rara vez se enfermaba, pero había tenido un ataque cardíaco y estaba pálido y semiconsciente. No me reconocía.
Como yo estaba en la escuela cuando él tuvo el ataque, no había podido ir con él hasta el hospital.
Mi padre hablaba mientras yo le sostenía la mano. Sus palabras reflejaban lo que había ocurrido hacía mucho tiempo, antes de que yo naciera. Su hijo se llamaba Johnny, de quien solo había visto fotos felices en el álbum de familia. Era un niño pequeño con una gran sonrisa, y zapatos negros y brillantes, Johnny había muerto cuando tenía 4 años de edad. Mi padre casi nunca había hablado de él, pero ahora lo estaba llamando.
Me partía el corazón. Lo único que podía hacer era sostener su mano. No le podía traer a Johnny. Ni siquiera podía decirle que lo amaba. Estuve sentada a su lado por un rato, con lágrimas rodando por mis mejillas. Entonces escuche que se abría la puerta. Me di vuelta y vi a una enfermera joven, no mucho mayor que yo, con un uniforme claro. Tenía ojos marrón oscuro; los ojos más grandes y expresivos que jamás he visto. Se paró justo en frente de la puerta, como si no quisiera interrumpir ese momento precioso; claramente no estaba acostumbrada al dolor que a menudo se encuentra en una habitación de hospital. Nos miramos la una a la otra por largo rato; ninguna de las dos dijo nada. Entonces vi que una lágrima corría lentamente por su mejilla. Esa lagrima me dijo que ella se preocupaba por mí y me comprendía.
¿Me abrazó? ¿Se marchó de la habitación para darme privacidad? No recuerdo lo que ocurrió después, pero cuarenta años más tarde todavía la recuerdo: la enfermera de hermosos ojos oscuros y esa única lágrima que rodó lentamente por su mejilla.
A menudo la Biblia nos habla de lágrimas y de que algún día Dios las enjugará. Mientras tanto, podemos ministrar por medio del cariño y la ternura.
Alabo a Dios porque mi padre se recuperó del ataque cardíaco y regresó a un hogar, con mi madre y conmigo.
Edna Maye Gattington
Tomado de Meditaciones Matinales para la mujer

Mi Refugio
Autora: Ardis Dick Stenbkken

EL MANTO DEL ESPÍRITU SANTO

Elias salió de allí y encontró a Elíseo hijo de Safat que estaba arando. Había doce yuntas de bueyes en fila, y él mismo conducía la última. Elias pasó junto a Elíseo y arrojó su manto sobre él. 1 Reyes 10:19.

En las instituciones educativas hay algunas ceremonias en las que investimos a los estudiantes con algunas prendas representativas. En la graduación se usa la «toga», es una especie de manto o bata que significa que el estudiante ha terminado sus estudios. También tenemos el «birrete», que se coloca en la cabeza y de él cuelga la «borla». En el momento de graduación se pasa la borla de un lado a otro, acto que simboliza que el plan de estudios ha terminado. En algunas instituciones agregan cordones de diferentes colores a la vestimenta de graduación para diferenciar los promedios de calificaciones. También se usan medallas con significado especial sobre el liderazgo de los estudiantes.
En la carrera de enfermería, en algún momento del avance del curso de estudios, colocan sobre la cabeza de las mujeres una cofia, prenda muy emblemática de las enfermeras. A los hombres les insertan un pin en su camisa de enfermero. A los estudiantes que inician la carrera de medicina les proporcionan una «bata blanca» en una ceremonia de compromiso con la profesión. A los de la carrera de odontología les proporcionan un pequeño espejo que es típico en el consultorio del dentista. A los que terminan teología les dan una Biblia en una ceremonia de consagración. Te das cuenta que los estudiantes reciben prendas simbólicas en el ejercicio de su profesión. Acostumbro decir a los estudiantes: «La institución educativa les dará un diploma, alguna organización les ofrecerá un trabajo, pero la misión la proporciona Dios. La misión es un llamado al servicio abnegado, a la consagración de todos los talentos al cumplimiento de la misión de Cristo». Es como recibir el manto de Elias, símbolo de la conducción del Espíritu Santo en las tareas laborales y profesionales. Fue el manto que después le dejó Elias como respuesta a la petición de Elíseo de recibir una «partida doble» de su espíritu (2 Reyes 2: 9). Fue el manto con el que Elíseo golpeó las aguas del río Jordán y estas se abrieron. Ese manto está preparado para ti, para que el Espíritu Santo guíe tu misión.
«A medida que trabajen por otros, el poder divino del Espíritu obrará sobre sus almas». MJ 195.

Tomado de Meditaciones Matinales para Jóvenes
¡Libérate! Dale una oportunidad al Espíritu Santo
Autor: Ismael Castillo Osuna

LA FE ES UN DON DE DIOS

Para el que cree, todo es posible (Marcos 9: 23).

No se debe poner mérito en la fe, ya que distorsiona el mensaje del evangelio. Hace que la salvación se base en el mérito propio, no en los méritos de Cristo. Es verdad que debemos tener fe, pero esta no debe nunca considerarse un mérito.
Digamos que hay una persona que se está ahogando en un río. Nadie la puede sacar. Lucha desesperadamente por mantenerse a flote, pero es imposible. Cuando está a punto de perder el conocimiento, alguien le extiende una rama para que se aferré a ella. La persona se aferra desesperadamente a la rama. La llevan a la orilla y le dan los primeros auxilios. Cuando ya está recuperada, imagínense que exclama: «¡Qué bueno soy, porque me aferré de la rama!». Eso seria inaudito. Se supone que el mérito es de la persona que le arrojó la rama. Así sucede con la concepción de la fe como mérito. El mérito es de Cristo que nos salvó, no de nosotros que tenemos fe en él. La señora Elena G. de White dijo: «La fe es rendir a Dios las facultades intelectuales, entregarle la mente y la voluntad, y hacer de Cristo la única puerta para entrar en el reino de los cielos» (Fe y obras, p. 24).
Otra consideración que prohíbe que consideremos la fe como un mérito es el hecho de que la fe es un don de Dios. Nosotros no tenemos fe por nosotros mismos, es decir, no producimos la fe. La recibimos de Dios. Dice el apóstol: «Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, [...] según la medida de fe que Dios le haya dado» (Rom. 12: 3). A todos los seres humanos Dios no ha dado la capacidad de creer. Todos tenemos una medida de fe, es decir, podemos creer. Este don, como todos los dones que Dios da, puede usarse para bien o para mal. Al usar el don de la fe para el bien, el don se fortalece. Así desarrollamos la capacidad de creer en Dios. Esto es lo que quiere decir que Dios aumenta nuestra fe. Pero enorgullecemos de que tenemos fe y atribuirle un valor meritorio, es distorsionar el evangelio de Cristo.

Tomado de Meditaciones Matinales para Adultos
“El Manto de su Justicia”
Autor: L Eloy Wade C