sábado, 16 de junio de 2012

MEJOR QUE UN AVE


«Sacian su sed los árboles, los cedros del Líbano que el Señor plantó. En ellos anidan las aves más pequeñas, y en los pinos viven las cigüeñas» (Salmo 104:16,17).

Hoy caminaremos por un parque que está cerca de mi casa. Vamos a examinar esos árboles sin hojas que están allá. En Colorado, donde yo vivo, a los árboles se les caen las hojas en octubre y noviembre. Algunas personas piensan que los árboles no se ven bien sin sus hojas. Tal vez es verdad, pero cuando esto ocurre podemos ver algo que no es posible ver durante el verano, cuando el árbol está verde y lleno de hojas. ¿Sabes a qué me estoy refiriendo? Correcto, me estoy refiriendo a los nidos de las aves. 
El versículo de hoy nos dice que Dios hizo los árboles para que las aves tuvieran donde construir sus nidos. Cuando él creó este mundo pensó hasta en el lugar donde las pequeñas aves vivirían. ¡Qué Dios tan detallista!
Pero por más que Dios ame a las aves, nosotros somos mucho más valiosos para él. Él nos ama demasiado y está interesado en todos los detalles de nuestra vida, por muy pequeños que parezcan. Él quiere saber lo bueno y lo malo. Él quiere que le contemos todo lo que nos ha ocurrido en el día. ¿Por qué no te arrodillas en este momento y le cuentas todas tus cosas?

Tomado de Devocionales para menores
Explorando con Jesús
Por Jim Feldbush

MÁS CERCA DE NUESTRO HOGAR


En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros (Juan 14:2).

El cielo estaba totalmente despejado; la fresca brisa y los brillantes rayos del sol anunciaban un hermoso día. Durante toda la semana había anhelado que llegara el domingo. Pensábamos visitar a varios miembros de una de las iglesias que mi esposo pastoreaba.  Para ello era necesario hacer ciertos arreglos. Preparamos algunos alimentos ligeros, así como bastante agua, ya que todo era indispensable para la larga caminata que emprenderíamos. Yo nunca había visitado aquel lugar adonde nos dirigíamos, aunque mi esposo me había contado algo respecto a lo largo del trayecto. Sin embargo, no entendía lo que aquello significaba realmente.
Otra dificultad era que nuestro hijo era pequeño y teníamos que llevarlo cargado. En cierto momento creí que habíamos avanzado mucho, por lo que le pregunté a mi esposo si estábamos cerca de nuestro destino. Su mirada lo dijo todo: apenas habíamos recorrido la mitad del camino. Sin embargo, para darme aliento me sonrió y me tomó de la mano, sosteniendo con la otra a nuestro hijo.  Mientras tanto yo miraba hacia el cielo, pensando que ya no me resultaban tan agradables los rayos del sol y que la brisa, que tan suavemente me había acariciado, no lograba ahora refrescar nuestros cuerpos sudados. Me concentré en lo difícil que nos resultaba llegar a nuestro destino.
A veces pensamos que el cielo se encuentra muy lejos y que, aun cuando hemos avanzado mucho, no se divisa la ciudad eterna. Lo que antes parecía placentero se va convirtiendo en una penosa carga y las luchas y el cansancio van maltratando nuestros pies, ya heridos por el escabroso sendero.
Nunca olvidaré que aquellas vicisitudes fueron compensadas por un día maravilloso en contacto con la naturaleza y gozando de la confraternidad cristiana. De igual manera, suspiro por nuestro hogar celestial, recordando que ningún sacrificio es demasiado costoso cuando tenemos por delante una salvación tan grande. Vivir por toda la eternidad junto al amante Jesús debe estimularos a anhelar más nuestro hogar eterno.
No pierdas el rumbo ni te rindas bajo ninguna circunstancia. El viaje, por muy penoso que pueda resultar, muy pronto llegará su fin. «Porque aun un poco y el que ha de venir vendrá, y no tardará» (Heb. 10:37).

Tomado de Meditaciones Matutinas para la mujer
Una cita especial
Textos compilados por Edilma de Balboa
Por Rut Herrera 

¿A QUIÉN NOS PARECEMOS?


El Señor aborrece a los mentirosos, pero mira con agrado a los que actúan con verdad. Proverbios 12:22.

Creo que a todos nos ha pasado. Decimos una «mentirilla» para salir de un apuro, y al final resulta que el remedio fue peor que la enfermedad. Según se relata en Youthwalk [La senda joven], p. 103), este fue el caso de los cuatro estudiantes universitarios que prefirieron irse de juerga durante el fin de semana en lugar de estudiar para el examen del lunes.
Regresaron el lunes en la madrugada y entonces pensaron en qué hacer para no tener que presentar el temido examen. Después de descartar varias ideas decidieron hablar con el profesor. Le dirían que durante el fin de semana habían salido de viaje y que al regreso un neumático del automóvil se había pinchado, pero que no habían tenido a mano las herramientas adecuadas para cambiarlo.
Así lo hicieron. El profesor «mordió» el anzuelo y aceptó administrarles el examen al día siguiente. Emocionados por lo bien que habían salido del aprieto, los muchachos estudiaron toda la noche y al día siguiente se presentaron para la prueba. Para sorpresa de ellos, el profesor los ubicó en salones separados. Solo debían contestar dos preguntas. La primera se veía de lo más fácil, y valía cuatro puntos.
En cuestión de minutos ya estaban listos para la segunda pregunta. Pasaron entonces a la siguiente página y ahí también había una sola pregunta, que decía: «Por un valor de seis puntos, contesta: ¿Qué neumático del automóvil fue exactamente el que se pinchó?»
¿Cuándo fue la última vez que dijiste una mentira? ¿Hace años? ¿Meses? ¿Días? ¿O quizás hace apenas unas horas? Si analizas un poco el asunto, lo más seguro es que la motivación para mentir fue la de quedar bien ante alguien, o la de salir de un aprieto. Y probablemente lo hayas logrado pero, ¿a qué precio? A un precio elevado, porque para quedar bien tuviste que engañar a otra persona. ¿No hubiera sido mejor decir la verdad lisa y llanamente?
La verdad eleva, la mentira rebaja. Cuando decimos la verdad, nos identificamos como hijos de Dios, quien no miente (ver Tito 1:2). Cuando mentimos, actuamos como el diablo, quien nunca dice la verdad, porque «es mentiroso y es el padre de la mentira» (Juan 8:44).
¿A quién quieres parecerte: a Dios o al diablo?
Señor, ayúdame a desechar la mentira y amar la verdad.

Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala

NO SON PARA NOSOTROS


«No nos atrevemos a contarnos ni a compararnos con algunos que se alaban a sí mismos; pero ellos manifiestan su falta de juicio al medirse con su propia medida y al compararse consigo mismos» (2 Corintios 10:12).

En cierta ocasión, una niña le preguntó a su mamá si creía que Jesús va a volver. Su mamá le respondió que sí. La niña le preguntó si creía que podría venir hoy mismo, en pocos minutos. Sin prestar demasiada atención a lo que le preguntaba su hijita, ella respondió mecánicamente: «Sí». Entonces la niña replicó: «¿Me peinas?».
Si realmente creemos que Jesús viene pronto, ¿no deberíamos prepararnos? Los discípulos le preguntaron a Jesús cuándo regresaría y cuáles serían las señales que tendrían que buscar. Jesús les dijo muchas de las cosas que iban a pasar, pero, acto seguido, les advirtió que lo realmente importante para ellos era velar, velar y velar.
Jesús también dijo que tenían que estar preparados. Estar preparado quiere decir ser puro, amable, humilde, paciente y estar dispuesto a perdonar; en otras palabras, tener el fruto del Espíritu.
Luego Jesús agregó un elemento más a velar y estar preparado, añadió el trabajo. Para ayudarlos a entender qué significa trabajar, les contó varias parábolas. La primera era la parábola de los talentos. 
A veces, conversando sobre los talentos que el Señor nos ha dado, alguien dice: «Eso está muy bien para los demás, pero yo no tengo ningún talento...». Esta idea procede de una mala comprensión de qué es un talento. Mucha gente piensa que un talento es una habilidad, una aptitud o una facultad natural que está por encima del promedio general. Se dice que las personas nacen con talentos o sin ellos.
Esta comprensión es incompleta y, de hecho, pone de manifiesto la inclinación egoísta de la mente y el corazón humanos. En la antigüedad, un talento era a la vez una medida de peso y una moneda; esa era la idea que tenía en mente cuando les explicó la parábola. Los talentos usados correctamente son el tesoro que Dios nos presta para servirlo. Los dones del Espíritu no se dan al nacer, no se adquieren a través de los genes de los padres. No tenemos ningún derecho personal sobre ellos. Al emplear los dones del Espíritu con fines personales los estamos dando un uso inadecuado. No son para nosotros. Basado en Mateo 25: 14-30

Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill