viernes, 19 de abril de 2013

LA ABUNDANCIA ES DE DIOS Y TAMBIÉN TUYA

Hijo mío, no te olvides de mis enseñanzas; más bien, guarda en tu corazón mis mandamientos. Porque prolongarán tu vida muchos años y te traerán prosperidad. Proverbios 3:1-2.

No podemos permanecer ajenas a las circunstancias de nuestro mundo. La palabra «crisis» es el vocablo que mejor describe lo que pasa en todo orden de cosas. Crisis en los gobiernos y los gobernantes, crisis económicas, crisis de valores, etcétera, son asunto de estudio y análisis por parte de muchos profesionales, pero la solución parece cada día más lejana. Por otro lado, la miseria aparte de ser la nota tónica que rige la vida del ser humano. Nos hace falta de todo.
Sumida en la pobreza espiritual, la humanidad niega la existencia de Dios. La pobreza moral hace estragos en la vida de hombres, mujeres, jóvenes e incluso niños, llevándolos a negar la eficacia de los valores. Por otro lado, el hambre es lo único que se sirve a la mesa en millones de hogares.
Nadar en la abundancia no es algo que esté al alcance de todo ser humano simplemente porque así lo decida, sino que la prosperidad la da Dios. No está en manos de los gobiernos del mundo resolver la pobreza y la miseria que nos rodean. El Dios de la abundancia, al crearnos, nos regaló todo lo necesario para que no sufriéramos escasez. Las fuentes de bendiciones estaban abiertas para satisfacer todas nuestras necesidades, pero el despilfarro humano nos condujo a la miseria.
Ningún plan humano logrará restituir lo que hemos perdido, pero la mano de Dios todavía se abre generosa para brindarnos lo que nos hace falta. Su promesa es: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10:10).
Sigue las indicaciones divinas para hacer posible esta promesa:
«Honra al Señor con tus riquezas [...]. Así tus graneros se llenarán a reventar» (Prov. 3:9-10).
«Dichoso el que halla sabiduría, el que adquiere inteligencia. Porque ella es de más provecho que la plata y rinde más ganancias que el oro» (Prov. 3: 13-14).
«El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así también la fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisolada por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloria y honor cuando Jesucristo se revele» (1 Ped. 1:7).

Tomado de Meditaciones Matutinas para la mujer
Aliento para cada día
Por Erna Alvarado

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