miércoles, 30 de mayo de 2012

PERDONAR A LOS DEMÁS


«Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador, y grande en misericordia para con todos los que te invocan» (Salmo 86:5).

Jesús contó la historia de un funcionario que le debía al rey una enorme cantidad de dinero: diez mil talentos. Un talento era una medida de peso, no una moneda, y su valor dependía de la pureza de los metales preciosos utilizados en su acuñación. Si tomásemos como referencia el talento de plata griego, diez mil talentos equivaldrían a unos siete millones y medio de dólares. Jesús estaba indicando que la cantidad debida estaba fuera del alcance de cualquier capacidad humana para pagarla. Además, en aquel tiempo, una persona no podía declararse en quiebra.  El rey tenía potestad para ordenar que se liquidaran todos sus bienes y que tanto el deudor como su familia fueran vendidos como esclavos. Y eso es lo que pasó.
Pero entonces el rey cedió, reconociendo la magnitud de la deuda, y perdonó al siervo. Cuando el siervo perdonado salió, se encontró con un conocido que le debía una pequeña cantidad de dinero. A pesar de que el desdichado le aseguró al siervo que pagaría la suma, el ingrato hizo que lo encarcelaran.
Cuando el rey oyó lo que el siervo desagradecido había hecho, lo llamó de nuevo y dijo: «Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?» (Mat. 18:32,33). Aquí el mensaje es que, para recibir el perdón de Dios, perdonar a los que nos han ofendido es condición indispensable.
Un sábado, después que hube predicado un sermón sobre el perdón, una mujer se me acercó y dijo:
—Pastor, tuve algunos problemas con una amiga y la perdoné. Pero tengo la sensación de que ella no me perdonó.
La consolé:
—Eso está bien, hermana; al menos usted la perdonó. Ahora ya puede seguir adelante con la vida.
—Pero, pastor —insistió—, no me ha perdonado.
Lo intenté de nuevo:
—Está bien, entiendo. Pero me alegro de que al menos usted la haya perdonado a ella.
Ella insistió:
—Pero es que ella no me ha perdonado y se supone que tiene que hacerlo...
A estas alturas yo empezaba a sospechar que esa hermana solo estaba dispuesta a perdonar si la otra persona decía que lo sentía.
La Palabra de Dios nos ordena perdonar a pesar de la actitud de la otra persona. ¿Y qué pasa si la otra persona no nos perdona? Ese es su problema, no el nuestro. Basado en Mateo 18: 21-35

Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill

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