lunes, 29 de agosto de 2011

NOS VEREMOS DE NUEVO

Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre. Mateo 26:29.

Existen varios tipos de despedidas: las breves y cotidianas, con retorno siempre previsto; las que son por poco tiempo, con esperanza cierta de reencuentro; las que son por largo tiempo con vuelta prevista; y finalmente, las que se producen por tiempo indefinido.
En el mundo moderno, aunque quien parte lo haga a las antípodas, los sistemas de comunicación —teléfono, correo electrónico y otros medios por Internet— nos permiten un contacto directo e inmediato. Antes, sin embargo, no era así. En las tres Américas conocemos a muchos conciudadanos, si no es que nosotros mismos nos hallamos en esta situación, con lazos familiares directos con gentes de Europa. Y en muchos casos, como fueron nuestros abuelos o padres, quienes a principios del siglo pasado emigraron hacia el nuevo mundo, nuestros antepasados inmediatos nos hablaron de los tíos y primos que allá quedaron; pero de los que se perdió la pista y ni tan siquiera sabemos los nombres, y si viven y dónde en estos momentos. No digamos ya de quienes llegaron a las «Indias» en el siglo XIX o anteriores, que cuando se despedían de sus seres queridos en Europa, u otros continentes, lo hacían de forma definitiva e irreversible, rompiendo todos sus vínculos con su pasado familiar y cultural. ¡Qué dura y triste puede ser, por lo tanto, una despedida! Por todo ello, si cuando se produce un regreso previsto la alegría es grande, cuando se producía el retorno de los «indianos» a la madre patria las celebraciones eran espectaculares, y las lágrimas que se derramaron a la partida no eran menores que al regreso.
Hubo hace más de dos mil años una despedida de trascendencia inigualable. Fue la de Jesús, cuando en presencia de sus discípulos «fue alzado, y lo recibió una nube que lo ocultó de sus ojos». Se quedaron muy tristes «con los ojos puestos en el cielo» (Hechos 1:9, 10). Ellos no sabían cuando regresaría, pero el tremendo chasco que habían sufrido por su muerte, ahora, después de la resurrección, se convirtió en firme y vivificadora esperanza, porque habían descubierto que el Maestro siempre cumplía sus promesas. Y aunque se iba lejos, muy lejos, no al nuevo mundo terrenal, sino a preparar el celestial, les había prometido solemnemente antes de su muerte redentora: «Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre». ¡Qué gozoso y alegre será, por lo tanto, este reencuentro!

Tomado de meditaciones matinales para adultos
Plenitud en Cristo
Por Alejandro Bullón

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