miércoles, 30 de noviembre de 2011

FELIZ

Bienaventurado el hombre (la mujer) a quien el Señor no culpa de pecado. (Romanos 4:8).

Mi alma encuentra refrigerio en saber que mi Señor no cuenta mis pecados. ¿Por qué no sustituyes la palabra «mujer» por tu nombre y vuelves a leer el versículo de hoy? ¿Cómo te sientes? Dios perdona tus pecados. Este mensaje trae vitalidad y esperanza.
Sabemos que para Dios no hay pecados pequeños ni grandes. La única diferencia la marca nuestra actitud frente a la transgresión. Si nos arrepentimos sinceramente, Dios automáticamente borra nuestra falta como si no la hubiéramos cometido. Aunque muchos de esos errores conllevan consecuencias que tenemos que enfrentar, lo cierto es que no tenernos por qué sentirnos atormentadas por el pasado ni inseguras por el presente. Dios tiene un método eficaz para eliminar la maldad: el perdón. Puedo ser considerada dichosa, feliz, bienaventurada, si el perdón divino es una realidad en mi vida.
La mujer pecadora que ungió los pies del Maestro recibió lo que más ansiaba: el perdón. Jesús lo sabía, por eso, a pesar de la incredulidad, la crítica y la incomprensión que recibió, no vaciló en purificar su vida con el amor divino. El paralítico que llevaron ante el Maestro necesitaba más el perdón que la misma sanidad física. Pedro necesitaba sentir el perdón divino para realizar la encomienda de apacentar el rebaño. Tú y yo necesitamos creer que somos perdonadas por el mismo Dios que ha derramado perdón sobre todos los que lo invocan.
Vivir una vida de remordimientos y reproches solo provoca una agonía emocional y espiritual imposible de soportar. No dejes que el enemigo te recuerde constantemente tus faltas. Sí, ciertamente están ahí, pero perdonadas. Enfrenta los desafíos que las consecuencias de tus actos te presentan, pero no dejes que estas te aplasten convirtiéndole en un ser insignificante. Tú sigues valiendo mucho a los ojos del Salvador, así que ocupa el lugar que él tiene para ti y disfruta de su perdón.
Sea tu oración constante: «Señor, ayúdame a no ofenderte ni en palabras, ni en conducta, ni siquiera en pensamientos, pero por favor, si mi debilidad hace sangrar tus heridas, báñame de tu misericordia y otórgame tu perdón. Amén».
El perdón transforma lo negro en blanco.

Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera

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