miércoles, 5 de junio de 2013

HIJOS, NO IMPOSTORES

En el séptimo año, el sacerdote Joyadá mandó llamar a los capitanes, a los querreteos y a los guardias, para que se presentaran ante el en el templo del Señor. Allí en el templo hizo un pacto con ellos y les tomó juramento. Luego les mostro al hijo del rey (2 Reyes 11:4).

La historia del príncipe Joas es emocionante. Su tía le salvó la vida cuando tenía un año de edad y lo escondió en el templo del Señor durante seis años, en la cámara de dormir, sin salir ni un instante. Por supuesto, está también la cuestión de la identidad. Solo Josabet, su tía, y el sumo sacerdote Joyada, sabían que él era el hijo del rey. ¿Qué habría pasado si hubieran muerto de repente sin que nadie más supiera el secreto? Quizá lo mismo que le ocurrió a Anna Anderson. Miles de personas llegaron a creer que no era una simple empleada de una fábrica, sino que en realidad era la gran duquesa Anastasia Romanov, hija menor del último zar de Rusia.

Durante la revolución bolchevique, el zar Nicolás II y toda su familia fueron brutalmente asesinados, o eso era lo que se creía. Circularon rumores de que sus dos hijos menores, Anastasia y Alexei, quizá pudieron haber escapado. La pretensión de Anna Anderson de ser Anastasia provocó un circo mediático que duro muchos años y dio origen a libros y películas. La idea de que una campesina pudiera ser una princesa parecía un buen argumento para una novela. Así, aunque Anna tuvo su corte de adversarios, también contó con muchos partidarios, algunos de los cuales eran, incluso, parientes de Nicolás II. A pesar de que jamás pudo demostrar sus alegaciones ante un tribunal, Anna nunca negó su pretensión de ser la gran duquesa Anastasia. Descubrimientos recientes, sin embargo, han demostrado que Anna no era Anastasia.

Las pruebas de ADN no solo han puesto en duda su pretensión, sino que especialistas forenses rusos también han descubierto y verificado las tumbas y los restos del zar y de toda su familia. A pesar de sus reivindicaciones en sentido contrario, Anna no era ninguna princesa. Fue simplemente una campesina y una charlatana. La revista Time la incluye entre los diez impostores más grandes de la historia. Al final, su historia no fue más que un relato ficticio.

Gracias a Dios no ocurre lo mismo con nosotros. Nosotros somos hijos legítimos del Señor, como dice el apóstol Pablo: “Todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús” (Gal. 3:26). Por lo mismo, somos príncipes y princesas. ¿Estás dispuesto a creer esta gran noticia y aplicarla hoy a tu vida?

Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
¿Sabías que..? Relatos y anécdotas para jóvenes
Por Félix H. Cortez

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