miércoles, 13 de febrero de 2013

CONDUCIDOS POR EL ESPÍRITU


He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida. Isaías 49:16.

Podemos seguir dos tipos de conducta. Una nos aparta de Dios y nos impide la entrada a su reino; y en este camino se encuentran la envidia, las luchas, el homicidio y todas las malas obras. Hemos de seguir la otra conducta y en su seguimiento se encontrará gozo, paz, armonía y amor... Es el amor que brillaba en el seno de Jesús lo que más necesitamos; y cuando se halla en el corazón, se revelará a sí mismo. ¿Podemos tener el amor de Jesucristo en el corazón, y que ese amor no se proyecte a los demás? No puede encontrarse ahí sin que testifique de su presencia. Se revelará a sí mismo en las palabras, en la expresión misma de nuestro rostro...
Cuando nuestro hijo mayor, en quien poníamos nuestras esperanzas más brillantes, y en quien esperábamos apoyarnos, y a quien habíamos dedicado solemnemente a Dios, nos fue arrebatado, cuando hubimos cerrado sus ojos en la muerte,* y llorado con gran pena debido a nuestra aflicción, entonces vino una paz a mi alma que superaba toda descripción, que traspasaba todo conocimiento. Pude pensar en la mañana de la resurrección; pude pensar en el futuro, cuando el gran Dador de la vida vendrá y romperá las ataduras de la tumba y llamará a los justos muertos de sus lechos de polvo; cuando soltará a los cautivos de sus cárceles; cuando nuestro hijo se encontrará nuevamente entre los vivos. En esto se encontraba una paz, un gozo, había una consolación que no puede describirse...
Cuando Cristo dejó el mundo, puso una encomienda en nuestras manos. Mientras estuvo aquí, él mismo llevó adelante su obra; pero cuando ascendió al cielo, sus seguidores quedaron para empezar donde él la había dejado. Otros tomaron el trabajo donde los discípulos lo dejaron; y así sucesivamente hasta que ahora nosotros hemos de hacer esta obra en nuestro propio tiempo...
No tenemos que caminar solos. Podemos llevar todas nuestras penas y pesares, problemas y pruebas, aflicciones y cuidados y derramarlos en el oído, dispuesto a escuchar, de Uno que presenta ante el Padre los méritos de su propia sangre. Él presenta sus heridas: "¡Mis manos, mis manos! Te he grabado en la palma de mis manos". Ofrece las manos heridas a Dios, y sus peticiones son oídas, y ángeles veloces son enviados para ministrar a hombres y mujeres caídos, para levantarlos y sostenerlos.— Review and Herald, 4 de enero de 1887.

Tomado de Meditaciones Matutinas para adultos
Desde el Corazón
Por Elena G. de White
* Henry Nichols White (1847-1863)

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