Apareció en el. cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. (Apocalipsis 12:1).
Cuando Adán disfrutaba del paraíso junto a la compañía de miles de animales hermosísimos, simio que le faltaba algo, algo que no sabía qué era, pues aún no lo había encontrado, algo que lograra deslumbrar sus ojos, ya de por sí acostumbrados a deleitarse en la belleza. Dios era consciente de la necesidad de Adán, y en su plan estaba prevista la creación de la mujer.
La tierra fue testigo de la llegada de una obra maestra de contornos perfectos, de piel fina, de cabellos suaves y voz delicada. En el mundo animal, por lo general el macho es más hermoso que la hembra, pero no sucedería así con la humanidad. Eva fue dotada por Dios mismo de características de gran belleza para agradar completamente a Adán.
El pecado ha degradado esta belleza que Dios concedió a la mujer cuando salió de sus manos. No obstante, la mujer sigue siendo bella actualmente. Para un bebé, no hay persona más bella que su madre. Para un novio, no hay ser más deslumbrante que su amada. Para un hijo, no hay persona más hermosa que aquella que, castigada por el paso los años y peinando canas, está siempre presente para consolarlo y apoyarlo.
Detente a pensar por un momento: ¿Cuál es el «vestido de sol» que Dios ha preparado para ti? ¿Será tu físico, sujeto a cambios con el pasar del tiempo, o tu alma, tu interior, que puede ser moldeada por el Espíritu Santo? Tener el sol como vestimenta significa alumbrar en todo momento. Brindar ese calor humano, colmado de amor, que solo una mujer es capaz de entregar. Llevar la luna bajo de tus pies bien pudiera representar tu hogar, cuidado y protegido con tu vida, reflejando siempre la luz del Sol de justicia, que es Cristo.
Si Jesucristo se convierte cada día en tu vestimenta, en el generador de tu amor y de tus acciones, tu hogar nunca perderá su brillo y aportarás grandes cosas al mundo que te rodea. Ruega hoy: «Señor, sé tú el sol que embellece mi vida».
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
Cuando Adán disfrutaba del paraíso junto a la compañía de miles de animales hermosísimos, simio que le faltaba algo, algo que no sabía qué era, pues aún no lo había encontrado, algo que lograra deslumbrar sus ojos, ya de por sí acostumbrados a deleitarse en la belleza. Dios era consciente de la necesidad de Adán, y en su plan estaba prevista la creación de la mujer.
La tierra fue testigo de la llegada de una obra maestra de contornos perfectos, de piel fina, de cabellos suaves y voz delicada. En el mundo animal, por lo general el macho es más hermoso que la hembra, pero no sucedería así con la humanidad. Eva fue dotada por Dios mismo de características de gran belleza para agradar completamente a Adán.
El pecado ha degradado esta belleza que Dios concedió a la mujer cuando salió de sus manos. No obstante, la mujer sigue siendo bella actualmente. Para un bebé, no hay persona más bella que su madre. Para un novio, no hay ser más deslumbrante que su amada. Para un hijo, no hay persona más hermosa que aquella que, castigada por el paso los años y peinando canas, está siempre presente para consolarlo y apoyarlo.
Detente a pensar por un momento: ¿Cuál es el «vestido de sol» que Dios ha preparado para ti? ¿Será tu físico, sujeto a cambios con el pasar del tiempo, o tu alma, tu interior, que puede ser moldeada por el Espíritu Santo? Tener el sol como vestimenta significa alumbrar en todo momento. Brindar ese calor humano, colmado de amor, que solo una mujer es capaz de entregar. Llevar la luna bajo de tus pies bien pudiera representar tu hogar, cuidado y protegido con tu vida, reflejando siempre la luz del Sol de justicia, que es Cristo.
Si Jesucristo se convierte cada día en tu vestimenta, en el generador de tu amor y de tus acciones, tu hogar nunca perderá su brillo y aportarás grandes cosas al mundo que te rodea. Ruega hoy: «Señor, sé tú el sol que embellece mi vida».
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera