Ensancha el sitio de tu tienda y las cortinas de tus habitaciones sean entendidas; no seas apocada; alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas. (Isaías 54:21).
Un año fue suficiente para que, en la celda de una prisión, el temible rufián comprendiera que Dios le tenía reservada otra forma de vida. Francisco había vivido hasta entonces una vida de holgura económica exenta de responsabilidades, por lo que se había dado al libertinaje, dejando que el egoísmo motivara cada una de sus acciones. Pero su corazón respondió al llamamiento divino y, al salir, no solo quedó libre de una celda, sino de su pasada manera de vivir. Se volcó completamente en Dios y Dios no escondió su rostro de él. Buscó a los necesitados y les mostró el amor divino. Su vida transformada era una prueba irrefutable del poder de Dios.
No hay cadena de pecado que pueda atar al que se pone en las manos de Dios. Francisco de Asís llegó a formar la Orden de los Franciscanos y, por medio de su servicio, muchos frailes siguieron su ejemplo. Su vida se centró en el servicio a Dios y a la comunidad, y hasta el día de hoy vemos el resultado de su trabajo.
El pecado ha hecho prisionera a la humanidad. La oscura celda del desamor se estrecha más y más por el egoísmo reinante. Cada día son más los necesitados y menos los dadivosos. Parece que la justicia se aleja, temerosa de sucumbir ante tanta frialdad. Pero hay un Dios que espera por ti, para mostrar su misericordia y justicia a la humanidad. Hay muchas personas a tu alrededor que sufren por falta de una palabra de ánimo, una sonrisa, un abrazo sincero o una frase de cariño. Hay quienes llevan muchos años encarcelados en las frías mazmorras del vicio y la ignorancia.
Cristo sufre por cada pecador que no lo conoce. Por eso pregunta: «¿Dónde están las mujeres que mitigarán el dolor? ¿Dónde están las mensajeras de amor, las portadoras del bálsamo de la misericordia y las pregoneras de la salvación?».
No te conviertas en tu propia prisionera. Abre tu corazón al Espíritu Santo y él te liberará a través del servicio por amor.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
Un año fue suficiente para que, en la celda de una prisión, el temible rufián comprendiera que Dios le tenía reservada otra forma de vida. Francisco había vivido hasta entonces una vida de holgura económica exenta de responsabilidades, por lo que se había dado al libertinaje, dejando que el egoísmo motivara cada una de sus acciones. Pero su corazón respondió al llamamiento divino y, al salir, no solo quedó libre de una celda, sino de su pasada manera de vivir. Se volcó completamente en Dios y Dios no escondió su rostro de él. Buscó a los necesitados y les mostró el amor divino. Su vida transformada era una prueba irrefutable del poder de Dios.
No hay cadena de pecado que pueda atar al que se pone en las manos de Dios. Francisco de Asís llegó a formar la Orden de los Franciscanos y, por medio de su servicio, muchos frailes siguieron su ejemplo. Su vida se centró en el servicio a Dios y a la comunidad, y hasta el día de hoy vemos el resultado de su trabajo.
El pecado ha hecho prisionera a la humanidad. La oscura celda del desamor se estrecha más y más por el egoísmo reinante. Cada día son más los necesitados y menos los dadivosos. Parece que la justicia se aleja, temerosa de sucumbir ante tanta frialdad. Pero hay un Dios que espera por ti, para mostrar su misericordia y justicia a la humanidad. Hay muchas personas a tu alrededor que sufren por falta de una palabra de ánimo, una sonrisa, un abrazo sincero o una frase de cariño. Hay quienes llevan muchos años encarcelados en las frías mazmorras del vicio y la ignorancia.
Cristo sufre por cada pecador que no lo conoce. Por eso pregunta: «¿Dónde están las mujeres que mitigarán el dolor? ¿Dónde están las mensajeras de amor, las portadoras del bálsamo de la misericordia y las pregoneras de la salvación?».
No te conviertas en tu propia prisionera. Abre tu corazón al Espíritu Santo y él te liberará a través del servicio por amor.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera