«A Jehová presta el que da al pobre; el bien que ha hecho se lo devolverá» (Proverbios 19:17).
Se suponía que María tenía que ayudar a su hermana Marta en el servicio de la fiesta en casa de Simón. Pero entre viaje y viaje a la cocina se entretenía, cada vez durante más rato, en el salón para estar más tiempo con Jesús. Ella tenía un secreto que, a la vez, la alegraba y la entristecía. Había comprado un poco de ungüento muy caro para ungir a Jesús cuando muriera. Por supuesto, nadie de los presentes conocía el secreto.
Pero últimamente había oído que la gente hablaba de coronar rey a Jesús. No hablaban de su muerte. Incluso allí, en la fiesta, escuchó rumores sobre forzar la coronación de Jesús. Pensó en el ungüento que había comprado, aquel tan caro que guardaba en el frasco de alabastro. «Bueno», pensó, «si no voy a usarlo con su cuerpo muerto, puedo usarlo para honrarlo mientras viva». Recordó la costumbre judía de honrar a los sacerdotes y los reyes vertiendo aceite sobre su cabeza. «¿Por qué no hacerlo ahora?», se preguntó. «¿Por qué no ser la primera en honrar a Jesús?».
María corrió a su cuarto y tomó el vaso de alabastro. Tímida, volvió a entrar en el comedor y se acercó dónde estaba Jesús, sentado a la cabeza de la mesa. Nadie prestó atención cuando se acercó a él, porque su función era la de atender a las necesidades de los invitados. Se oyó un suave tintineo de cristales rotos. Luego, un invitado levantó la cabeza y empezó a olisquear el ambiente; luego otro y otro y otro... ¿Qué es ese perfume? ¿De dónde venía? Pronto todas las miradas se volvieron hacia la mesa presidencial.
María había roto el frasco de alabastro y había vaciado el aceite sobre la cabeza del Salvador. «Es como el buen óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y baja hasta el borde de sus vestiduras. (Salmo 133:2). El caro ungüento corría por la cabeza de Jesús, siguiendo por la barba, hasta el borde de sus vestiduras y hasta los pies. Había más ungüento del que había calculado y fluía más rápidamente de lo que pensaba. Instintivamente, María se arrodilló a los pies de Jesús y, como no tenía nada a mano con que enjugar el exceso, secó sus pies con su larga y ondulada melena, mezclando sus lágrimas con el caro perfume.
¿Le gustaría dar algo de valor al Salvador? Memorice el texto de hoy; mejor aún, póngalo en práctica. Basado en Mateo 26:6-13
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill