E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. (Juan 8:8)
¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?», estas son las palabras que Jesús dirigió a una mujer que sin duda había caído en la tela de araña de Satanás. Presa de su pecado, había sido llevada ante el Maestro para recibir la justa condena por su transgresión. Jesús conocía el dilema de aquella mujer, conocía su vida y que lo que la impulsaba a actuar como lo hacía eran las trampas de los mismos que la acusaban. Jesús veía el corazón y las intenciones de los que la habían arrastrado hasta donde estaba, pero también conocía el corazón de aquella mujer. Sabiendo lo que podía pasarle según la ley de. Moisés, la mujer no se atrevía a levantar la cabeza. Esperaba su sentencia entre sollozos. Pero Jesús no había venido para condenar ni destruir, sino para salvar a los pecadores como ella.
Cuando el enemigo te acusa ante el trono celestial, no menciona las telas de araña que él mismo ha tejido para que cayeras en ellas, sino que pregona a voz en cuello que estás atada y que mereces recibir la paga de tu culpa: la muerte eterna. Sin embargo, tus acusadores no pueden hacer cumplir la ley por sí mismos, así que reclaman a Dios que haga justicia. Cuando esto sucede, ocurre algo frustrante para el maligno: Cristo levanta sus manos, y sus heridas hablan por sí solas. Tú quedas libre, porque hubo uno que murió por ti.
Aquella mujer confió en que Jesús había roto cuanta tela de araña había preparado Satanás para apresarla. Tenía una vida nueva que comenzar. Era muy difícil enfrentar a la sociedad que la consideraba una mujer adúltera y mostrar el cambio que Cristo había efectuado en su vida.
Cuando tú trates de hacer lo mismo, también encontrarás muchos obstáculos que te señalarán tu condición de víctima del mal, y habrá quien te censure por tu buen proceder, o quien dude de tus intenciones. Pero recuerda que esta mujer te enseña que Cristo puede destruir la tela de araña que te tiene atada e indefensa.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?», estas son las palabras que Jesús dirigió a una mujer que sin duda había caído en la tela de araña de Satanás. Presa de su pecado, había sido llevada ante el Maestro para recibir la justa condena por su transgresión. Jesús conocía el dilema de aquella mujer, conocía su vida y que lo que la impulsaba a actuar como lo hacía eran las trampas de los mismos que la acusaban. Jesús veía el corazón y las intenciones de los que la habían arrastrado hasta donde estaba, pero también conocía el corazón de aquella mujer. Sabiendo lo que podía pasarle según la ley de. Moisés, la mujer no se atrevía a levantar la cabeza. Esperaba su sentencia entre sollozos. Pero Jesús no había venido para condenar ni destruir, sino para salvar a los pecadores como ella.
Cuando el enemigo te acusa ante el trono celestial, no menciona las telas de araña que él mismo ha tejido para que cayeras en ellas, sino que pregona a voz en cuello que estás atada y que mereces recibir la paga de tu culpa: la muerte eterna. Sin embargo, tus acusadores no pueden hacer cumplir la ley por sí mismos, así que reclaman a Dios que haga justicia. Cuando esto sucede, ocurre algo frustrante para el maligno: Cristo levanta sus manos, y sus heridas hablan por sí solas. Tú quedas libre, porque hubo uno que murió por ti.
Aquella mujer confió en que Jesús había roto cuanta tela de araña había preparado Satanás para apresarla. Tenía una vida nueva que comenzar. Era muy difícil enfrentar a la sociedad que la consideraba una mujer adúltera y mostrar el cambio que Cristo había efectuado en su vida.
Cuando tú trates de hacer lo mismo, también encontrarás muchos obstáculos que te señalarán tu condición de víctima del mal, y habrá quien te censure por tu buen proceder, o quien dude de tus intenciones. Pero recuerda que esta mujer te enseña que Cristo puede destruir la tela de araña que te tiene atada e indefensa.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera