Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús. (Romanos 8:1)
Un inglés muy rico había prestado grandes cantidades de dinero a varias personas. Como era un hombre muy considerado, trataba con cariño a sus deudores y cuando se daba cuenta de que les era imposible devolver lo que les había prestado, ponía debajo de la deuda su firma junto a la palabra «perdonado». Iras la muerte de este buen hombre, sus familiares se dieron cuenta de que las cantidades de dinero que aparecían en aquellas cuentas «perdonadas» eran demasiado elevadas y decidieron dedicarse a la tarca de recuperarlas.
Como no pudieron lograrlo por sí mismos, llevaron el asunto ante un juez quien, al examinar uno de los casos, preguntó: «¿Es esta la firma del señor Fox?». «Si, -contestaron los demandantes-, de eso no nos cabe ninguna duda». Entonces, el juez sentenció: «Si esta es la firma legítima del señor Fox, no hay nada que obligue a estas personas a pagar lo que ha sido perdonado».
Vivimos en un mundo donde el mal impone su devastadora tiranía. Un mundo gobernado por un usurpador que cuenta con lacayos que lo sirven. Estos agentes del mal son portavoces del desaliento y de la condena, que procurarán persistentemente destruirnos, recordándonos los errores que hemos cometido en el pasado. Los dardos venenosos que disparan llegan a veces a herir nuestra alma con un sentimiento de condenación, pero si Cristo ha perdonado nuestros pecados, en vano se afana el diablo por hundirnos. Somos la niña de los ojos de Dios, porque su sangre preciosa nos rescató del lazo del cazador (ver Sal. 91: 3).
Cuando esos agentes lleguen hasta ti para hacerte sentir culpable, condenada y sentenciada a la muerte eterna, responde como lo hizo Martin Lutero: «Es cierto que soy pecadora, pero la sangre de Cristo me limpia de todo pecado».
Que tu corazón no deje nunca de cantar: «No existen cadenas atándome. Soy libre por gracia de Dios. La cruz me redimió. Su muerte me dio salvación. La sangre de Cristo Jesús limpia mi vida, me muestra su luz. Cristo murió y me perdonó. Ahora, libre yo soy».
No somos condenadas, sino perdonadas por la gracia de Cristo.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
Un inglés muy rico había prestado grandes cantidades de dinero a varias personas. Como era un hombre muy considerado, trataba con cariño a sus deudores y cuando se daba cuenta de que les era imposible devolver lo que les había prestado, ponía debajo de la deuda su firma junto a la palabra «perdonado». Iras la muerte de este buen hombre, sus familiares se dieron cuenta de que las cantidades de dinero que aparecían en aquellas cuentas «perdonadas» eran demasiado elevadas y decidieron dedicarse a la tarca de recuperarlas.
Como no pudieron lograrlo por sí mismos, llevaron el asunto ante un juez quien, al examinar uno de los casos, preguntó: «¿Es esta la firma del señor Fox?». «Si, -contestaron los demandantes-, de eso no nos cabe ninguna duda». Entonces, el juez sentenció: «Si esta es la firma legítima del señor Fox, no hay nada que obligue a estas personas a pagar lo que ha sido perdonado».
Vivimos en un mundo donde el mal impone su devastadora tiranía. Un mundo gobernado por un usurpador que cuenta con lacayos que lo sirven. Estos agentes del mal son portavoces del desaliento y de la condena, que procurarán persistentemente destruirnos, recordándonos los errores que hemos cometido en el pasado. Los dardos venenosos que disparan llegan a veces a herir nuestra alma con un sentimiento de condenación, pero si Cristo ha perdonado nuestros pecados, en vano se afana el diablo por hundirnos. Somos la niña de los ojos de Dios, porque su sangre preciosa nos rescató del lazo del cazador (ver Sal. 91: 3).
Cuando esos agentes lleguen hasta ti para hacerte sentir culpable, condenada y sentenciada a la muerte eterna, responde como lo hizo Martin Lutero: «Es cierto que soy pecadora, pero la sangre de Cristo me limpia de todo pecado».
Que tu corazón no deje nunca de cantar: «No existen cadenas atándome. Soy libre por gracia de Dios. La cruz me redimió. Su muerte me dio salvación. La sangre de Cristo Jesús limpia mi vida, me muestra su luz. Cristo murió y me perdonó. Ahora, libre yo soy».
No somos condenadas, sino perdonadas por la gracia de Cristo.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera