Lugar: Alemania
Palabra de Dios: Daniel 4:29,30,37.
Cualquiera que entrara en la antigua ciudad de Babilonia se habría sentido impresionado. El camino principal de entrada a la ciudad, llamado Camino de las Procesiones, tenía unos ochocientos metros ¨de longitud. Estaba pavimentado con piedras y ladrillos, y a sus costados tenía más de cien leones de ladrillo vidriado. La principal puerta de entrada, llamada Puerta de Istar, era otra cosa digna de verse. Tenía unos doce metros de alto, y sus cimientos tenían más de doce metros de profundidad. Estaba recubierta de azulejos azules, y decorada con hileras de casi seiscientos dragones y toros, de ladrillos vidriados bellamente coloreados.
Aunque el clima y la gente destruyeron la puerta a lo largo de los siglos, los arqueólogos la reconstruyeron usando ladrillos encontrados en el lugar. Podemos ver la puerta reconstruida en el Museo de Pérgamo, en Berlín, Alemania. La inscripción en la puerta lleva el nombre del rey Nabucodonosor.
Con una puerta como esa, el resto de la ciudad debió haber sido asombroso, también. No nos sorprende que el rey Nabucodonosor se sintiera orgulloso. La Biblia nos cuenta que mientras Nabucodonosor "daba un paseo por la terraza del palacio real de Babilonia, exclamó: '¡Miren la gran Babilonia que he construido como capital del reino! ¡la he construido con mi gran poder, para mi propia honra!
Pero, Nabucodonosor tenía una lección que aprender: necesitaba saber que había un Dios en el cielo que era mucho mayor todavía; que Dios era quien lo había bendecido. Daniel 4 registra la historia de cómo el rey llegó a parecer una bestia salvaje y cómo vivió de esa manera durante siete años.
Al final de ese tiempo, él dijo: "Yo, Nabucodonosor, alabo, exalto y glorifico al Rey del cielo, porque siempre procede con rectitud y justicia, y es capaz de humillar a los soberbios". El rey Nabucodonosor aprendió la lección: Dios es poderoso y majestuoso. Solamente él es digno de nuestra más grande alabanza.
Tomado de Devocionales para menores
En algún lugar del mundo
Por Helen Lee Robinson