La mañana pasa demasiado rápido: los chicos en la escuela, el esposo en el trabajo, cinco cargas de ropa sucia esperan ser lavadas; se acabó el gas, la casa quedó hecha un campo de batalla; pero con la mayor paciencia que solo el cielo me ha podido otorgar, me programo y comienzo a transformar esas pilas de platos sucios, camas sin arreglar y polvo sobre todo lo existente, en un verdadero hogar.
El día está por terminar: hay una generosa cantidad de ropa sucia que apareció en el cesto de la lavandería, un poco de jugo fue derramado sobre mi sofá favorito, las tareas recortables han dejado bajo la mesa muchos papelitos de colores y tres pequeños somnolientos exigen la cena para poder irse a descansar. Antes de apagar las luces, con un profundo suspiro, miro a mí alrededor. Estoy exhausta para atender los pendientes que surgieron durante la tarde.
Pienso que mañana será otro día, estoy tan cansada pero subo la escalera hasta mi recámara. Mi esposo me espera para contarme algunos problemillas que urgen y deben ser atendidos. Es una lucha titánica mantener los ojos abiertos, pero pongo lo poco que me queda de atención para opinar con una porción de conciencia. Por fin, a dormir, espero que no suene el teléfono o que algún niño se levante porque tiene algún malestar.
La noche pasa desapercibida y cuando todavía disfruto esos deliciosos minutos de discusión entre si debo levantarme ya o puedo quedarme un poco más, medito levemente en el trajín que me espera. Pero no hay problema. Hay una fuerza mayor que me mueve, que mueve al mundo, que nos permite andar y responder, actuar y decidir. Sé que Dios valora el esfuerzo que hago y que me ayuda a realizarlo de la mejor manera. ¿Qué mayor razón quiero para ponerme de pie y sonreírle a un nuevo día?
Rosario Castro de Hernández
Tomado de la matutina Manifestaciones de su amor.