Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto. (Rom.12:1)
Dios requiere consagración absoluta a sus preceptos. Debemos cultivar con dedicación nuestras facultades más nobles. Dios nos presta nuestros talentos para que los usemos, no para que los pervirtamos si abusamos de ellos. Debemos mejorarlos por medio del uso, para que se pueda realizar la obra de Dios.
Debemos consagrarnos plenamente al servicio de Dios, tratando de que esa ofrenda sea lo más perfecta posible. A Dios no lo satisfará nada que no sea lo mejor que podamos ofrecer. Los que lo aman de todo corazón desearán consagrarle el mejor servicio de su vida, y constantemente tratarán de poner cada facultad de su ser en armonía con las leyes que los ayudarán a cumplir su voluntad. (PP 318-320)
Es necesaria la consagración personal, cosa que no se puede conseguir a menos que se haya cultivado y atesorado la santidad de corazón. (RH, 02-08-1900) Sea tu oración: “Tómame ¡oh Señor! como enteramente tuyo. Pongo todos mis planes a tus pies. Úsame hoy en tu servicio. Mora conmigo, y sea toda mi obra hecha en ti”. Este es un asunto diario. (CC 73)
La consagración de todas nuestras facultades a Dios simplifica enormemente el problema de la vida. Debilita y acorta millares de batallas contra las pasiones del corazón natural. La religión es como una cadena de oro que liga las almas de jóvenes y ancianos a Cristo. Por medio de ella los que están dispuestos y son obedientes son llevados a salvo a través de la oscuridad y de intrincados senderos hasta la ciudad de Dios…
¡Cuántas veces las cosas profundas de Dios se han desplegado ante nosotros! ¡En qué alta estima deberíamos tener tan preciosos privilegios! Los esplendorosos rayos de la luz celestial fulguran sobre vuestra senda.... Recibid y atesorad cada rayo celestial, en vuestra senda irá aumentando la luz hasta que el día sea perfecto.
Tomado de Devocional Vespertino para el 2016
“Mi Vida Hoy”
Enero – Una vida consagrada
Por: Elena G. de White