Habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios. (1 Corintos 6:20).
Sobresalía en aquella escuela un estudiante conocido por llevar una vida piadosa. Uno de sus profesores, mostrando un interés especial en él, quiso saber el porqué de su actitud, a lo que el muchacho le respondió: «Cuando yo nací hubo complicaciones durante el parto y el doctor le dijo a mi padre que tenía que decidir entre la vida de mi madre o la mía. Mi padre pidió la vida de mi madre, pero ella gritó con las fuerzas que le quedaban: "¡Salve a mi hijo! ¡Salve a mi hijo!". ¿Entiende? Yo estoy vivo porque ella murió por mí. Por eso, mi actitud debe honrar su sacrificio».
Tú y yo tenemos una historia parecida que contar. Gozamos de verdadera vida porque alguien decidió morir en nuestro lugar. Ese alguien que nos ha amado desde la fundación del mundo pagó un precio muy elevado para garantizarnos la vida eterna. La sangre que manchó las polvorientas calles de Palestina es el único antídoto contra la enfermedad del pecado. Ese sacrificio merece una reacción de nuestra parte. Merece que honremos su memoria con nuestra conducta.
Pero nuestra meta no debe ser esforzarnos por comportarnos de una forma que dé gloria a Dios, porque en la medida en que lo hagamos, cosecharemos un fracaso rotundo. ¿Qué podemos hacer entonces? ¿Cómo podemos glorificar a Dios en nuestros cuerpos y en nuestro espíritu?
Solo hay una fórmula, y no es mágica. Si permites que Jesús more en ti, si lo conviertes en tu más íntimo amigo, si dejas que él guíe tus pasos, si todos los días acudes a él en oración, meditación y estudio de su Palabra, entonces podrás ser más que vencedora y exclamar como el apóstol Pablo: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gal. 2: 20).
Acude a él. No temas. Aquel que fue capaz de dar su vida por la tuya, hará todo lo posible para que ocupes un lugar en las mansiones celestiales. Déjale actuar. Solo Cristo puede efectuar una obra transformadora en ti.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
Sobresalía en aquella escuela un estudiante conocido por llevar una vida piadosa. Uno de sus profesores, mostrando un interés especial en él, quiso saber el porqué de su actitud, a lo que el muchacho le respondió: «Cuando yo nací hubo complicaciones durante el parto y el doctor le dijo a mi padre que tenía que decidir entre la vida de mi madre o la mía. Mi padre pidió la vida de mi madre, pero ella gritó con las fuerzas que le quedaban: "¡Salve a mi hijo! ¡Salve a mi hijo!". ¿Entiende? Yo estoy vivo porque ella murió por mí. Por eso, mi actitud debe honrar su sacrificio».
Tú y yo tenemos una historia parecida que contar. Gozamos de verdadera vida porque alguien decidió morir en nuestro lugar. Ese alguien que nos ha amado desde la fundación del mundo pagó un precio muy elevado para garantizarnos la vida eterna. La sangre que manchó las polvorientas calles de Palestina es el único antídoto contra la enfermedad del pecado. Ese sacrificio merece una reacción de nuestra parte. Merece que honremos su memoria con nuestra conducta.
Pero nuestra meta no debe ser esforzarnos por comportarnos de una forma que dé gloria a Dios, porque en la medida en que lo hagamos, cosecharemos un fracaso rotundo. ¿Qué podemos hacer entonces? ¿Cómo podemos glorificar a Dios en nuestros cuerpos y en nuestro espíritu?
Solo hay una fórmula, y no es mágica. Si permites que Jesús more en ti, si lo conviertes en tu más íntimo amigo, si dejas que él guíe tus pasos, si todos los días acudes a él en oración, meditación y estudio de su Palabra, entonces podrás ser más que vencedora y exclamar como el apóstol Pablo: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gal. 2: 20).
Acude a él. No temas. Aquel que fue capaz de dar su vida por la tuya, hará todo lo posible para que ocupes un lugar en las mansiones celestiales. Déjale actuar. Solo Cristo puede efectuar una obra transformadora en ti.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera