Entonces él se levantó, tomó al niño y a su madre, y fue a tierra de Israel (Mateo 2:21).
La historia ha registrado en sus páginas el sacrificio de miles y miles de personas que dieron su vida por la tierra que las vio nacer. Su sangre se ha convertido en un símbolo de libertad, ya sea intelectual, política, cultural o económica.
Recuerdo las historias que mis abuelos y mis tías me contaban de sus antepasados cuando, alzados en el monte, luchaban contra España por la liberación política y económica de su patria. Admiro a esas personas, porque estuvieron dispuestas a renunciar a las comodidades que poseían para que otros después de ellos pudieran disfrutar de la libertad que ellos no pudieron gozar.
Pero hay una historia que roba toda mi atención. Esa historia también está marcada con sangre una sangre derramada por la vida y para la vida. Es la historia de alguien que dejo todo cuanto tenía riquezas y comodidades sin límites, para morar en una tierra yerma, carente de amor y de amistad. Esa historia se desarrolló en la lejana Palestina.
«Tierra bendita y divina / es la de Palestina, donde nació Jesús. / Eres de las naciones cumbre, / bañada por la lumbre / que derramo su luz. / Eres la historia inolvidable / porque en tu seno se derramo/la sangre, preciosa sangre / del unigénito Hijo de Dios. / Cuenta la historia del pasado / que en tu seno sagrado / vivid el Salvador, / y en tus hermosos olivares, / hablo a los millares / la palabra de amor. / Quedan en ti testigos muchos /que son los viejos muros de la Jerusalén. / Viejas paredes derruidas / que si tuvieran vida nos hablarían también.
La tierra de Palestina no es famosa por su posición geográfica ni por las riquezas que pueda tener. Lo grandioso de esa tierra, así como de nuestro planeta en general, es que Cristo Jesús, el Rey del universo, se dignó a vivir en ella. ¿Sabes por qué? Porque tú fuiste tan valiosa para el que estuvo dispuesto a dar su vida por ti.
Cuando mires a tu alrededor, recuerda que su sangre fue derramada en tu favor.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
La historia ha registrado en sus páginas el sacrificio de miles y miles de personas que dieron su vida por la tierra que las vio nacer. Su sangre se ha convertido en un símbolo de libertad, ya sea intelectual, política, cultural o económica.
Recuerdo las historias que mis abuelos y mis tías me contaban de sus antepasados cuando, alzados en el monte, luchaban contra España por la liberación política y económica de su patria. Admiro a esas personas, porque estuvieron dispuestas a renunciar a las comodidades que poseían para que otros después de ellos pudieran disfrutar de la libertad que ellos no pudieron gozar.
Pero hay una historia que roba toda mi atención. Esa historia también está marcada con sangre una sangre derramada por la vida y para la vida. Es la historia de alguien que dejo todo cuanto tenía riquezas y comodidades sin límites, para morar en una tierra yerma, carente de amor y de amistad. Esa historia se desarrolló en la lejana Palestina.
«Tierra bendita y divina / es la de Palestina, donde nació Jesús. / Eres de las naciones cumbre, / bañada por la lumbre / que derramo su luz. / Eres la historia inolvidable / porque en tu seno se derramo/la sangre, preciosa sangre / del unigénito Hijo de Dios. / Cuenta la historia del pasado / que en tu seno sagrado / vivid el Salvador, / y en tus hermosos olivares, / hablo a los millares / la palabra de amor. / Quedan en ti testigos muchos /que son los viejos muros de la Jerusalén. / Viejas paredes derruidas / que si tuvieran vida nos hablarían también.
La tierra de Palestina no es famosa por su posición geográfica ni por las riquezas que pueda tener. Lo grandioso de esa tierra, así como de nuestro planeta en general, es que Cristo Jesús, el Rey del universo, se dignó a vivir en ella. ¿Sabes por qué? Porque tú fuiste tan valiosa para el que estuvo dispuesto a dar su vida por ti.
Cuando mires a tu alrededor, recuerda que su sangre fue derramada en tu favor.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera