Me regocijaba con la parte habitada de su tierra, pues mis delicias están con los hijos de los hombres. (Proverbios 8:31).
Aunque nací en un hogar cristiano y desde niña me enseñaron que el ser humano había salido de las manos de Dios, asistí a una escuela donde se enseñaba la evolución como única teoría posible sobre el origen de la especie humana. Cuando el maestro hablaba de la evolución de las especies, los niños me miraban y se burlaban de mí. Yo era la única cristiana en el aula, por lo que las charlas evolucionistas eran más bien un método de persuasión dirigido directamente contra mi persona. Pero por más que se esforzaron en hacerme cambiar de parecer, nunca pude aceptar la idea de que venimos de un ser inferior, porque eso significaría que en cualquier momento yo podría volver a convertirme en un australopithecus, que en muy poco se diferenciaba del mono.
A mi mente infantil no le gustaba la idea de que yo fuese meramente un producto de la casualidad, porque eso me privaba de sentir el amor con el que Dios me había creado y me alejaba de la esperanza de gozar una vida mejor, una vida eterna en un mundo perfecto.
En una ocasión, el profesor, en forma burlona, me dijo que si yo creía en Dios seguramente le podía decir de dónde había salido. Yo me quedé pensativa por un momento, pero después le contesté: «Usted tiene un eslabón perdido. Yo no puedo decirle de dónde vino Dios, pero sí puedo decirle que prefiero tener como Padre y Creador a Dios que a un mono. ¿No está de acuerdo conmigo?». El profesor prefirió no decir nada más y dio la clase por concluida.
Cuando te recreas en la obra de Dios, te das cuenta de que eres una persona privilegiada al saber que el Señor, el poderoso Rey del universo, tomó todo el tiempo necesario para hacerte no como un animal, sino a su imagen y semejanza. Eres hija de Dios y eso es algo en lo que puedes gozarle.
Tener a Dios como Creador y Padre le coloca en la posición de hija.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
Aunque nací en un hogar cristiano y desde niña me enseñaron que el ser humano había salido de las manos de Dios, asistí a una escuela donde se enseñaba la evolución como única teoría posible sobre el origen de la especie humana. Cuando el maestro hablaba de la evolución de las especies, los niños me miraban y se burlaban de mí. Yo era la única cristiana en el aula, por lo que las charlas evolucionistas eran más bien un método de persuasión dirigido directamente contra mi persona. Pero por más que se esforzaron en hacerme cambiar de parecer, nunca pude aceptar la idea de que venimos de un ser inferior, porque eso significaría que en cualquier momento yo podría volver a convertirme en un australopithecus, que en muy poco se diferenciaba del mono.
A mi mente infantil no le gustaba la idea de que yo fuese meramente un producto de la casualidad, porque eso me privaba de sentir el amor con el que Dios me había creado y me alejaba de la esperanza de gozar una vida mejor, una vida eterna en un mundo perfecto.
En una ocasión, el profesor, en forma burlona, me dijo que si yo creía en Dios seguramente le podía decir de dónde había salido. Yo me quedé pensativa por un momento, pero después le contesté: «Usted tiene un eslabón perdido. Yo no puedo decirle de dónde vino Dios, pero sí puedo decirle que prefiero tener como Padre y Creador a Dios que a un mono. ¿No está de acuerdo conmigo?». El profesor prefirió no decir nada más y dio la clase por concluida.
Cuando te recreas en la obra de Dios, te das cuenta de que eres una persona privilegiada al saber que el Señor, el poderoso Rey del universo, tomó todo el tiempo necesario para hacerte no como un animal, sino a su imagen y semejanza. Eres hija de Dios y eso es algo en lo que puedes gozarle.
Tener a Dios como Creador y Padre le coloca en la posición de hija.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera