Renueva un espíritu recto dentro de mí (Salmos 51:10).
El salmista comprendía muy bien lo que significaba una renovación del espíritu. Sus pecados habían sido muchos. Había tratado de acallar, de ocultar y silenciar su falla, pero comprendió que, mientras más callaba, más se consumían sus huesos y mayor era su llanto (ver Sal. 32: 3). El pecado te aleja de la única fuente de perdón y restauración. Si, cuando pecamos, en lugar de alejarnos, escondernos o justificamos, acudiéramos inmediatamente a Jesús, nuestro espíritu hallaría descanso.
En tiempos del Antiguo Testamento, las personas que cometían algún delito no intencionado buscaban amparo en las ciudades de refugio. Allí su espíritu se sentía a salvo, mientras los jueces aclaraban el asunto y dictaban sentencia. No es que fueran a ser librados de las consecuencias de sus errores, sino que en lugar de continuar errando, se colocaban en las manos divinas para que su misericordia les concediera paz. Si el rey David, después de haber tomado para sí a la mujer de Lirias, se hubiese acercado a Dios con humildad, no se habría convertido en un homicida. Ir al Maestro cuando fallas es activar el freno que te impide continuar cuesta abajo.
¿Por qué nos resulta tan difícil acudir a Jesús cuando pecamos? Porque nos da miedo enfrentar a Dios, como les sucedió a nuestros primeros padres. Cuando escucharon la voz del Señor en el huerto, se escondieron. Luego, al darse cuenta de que estaban desnudos, se hicieron ropas con sus propias manos. Y después, cuando se presentaron ante Dios, trataron de justificar su pecado acusándose mutuamente.
Nuestro proceder no dista mucho del suyo. Cuando transgredimos la ley de Dios, nos escondemos, dejamos de asistir a la iglesia y comenzamos a cambiar nuestras vestiduras. Ya no queremos parecer cristianas, sino pasar desapercibidas entre la multitud; cuando el Espíritu Santo nos enfrenta, tratamos de justificar nuestros actos acusando a la hermana que no nos trató como esperábamos o al pastor que no nos visitó.
Cuando resbales y caigas en el pozo del pecado, no desprecies la única soga que puede salvarle. Deja que Cristo haga el milagro de la renovación en tu vida y tu espíritu hallará un refugio de paz.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera
El salmista comprendía muy bien lo que significaba una renovación del espíritu. Sus pecados habían sido muchos. Había tratado de acallar, de ocultar y silenciar su falla, pero comprendió que, mientras más callaba, más se consumían sus huesos y mayor era su llanto (ver Sal. 32: 3). El pecado te aleja de la única fuente de perdón y restauración. Si, cuando pecamos, en lugar de alejarnos, escondernos o justificamos, acudiéramos inmediatamente a Jesús, nuestro espíritu hallaría descanso.
En tiempos del Antiguo Testamento, las personas que cometían algún delito no intencionado buscaban amparo en las ciudades de refugio. Allí su espíritu se sentía a salvo, mientras los jueces aclaraban el asunto y dictaban sentencia. No es que fueran a ser librados de las consecuencias de sus errores, sino que en lugar de continuar errando, se colocaban en las manos divinas para que su misericordia les concediera paz. Si el rey David, después de haber tomado para sí a la mujer de Lirias, se hubiese acercado a Dios con humildad, no se habría convertido en un homicida. Ir al Maestro cuando fallas es activar el freno que te impide continuar cuesta abajo.
¿Por qué nos resulta tan difícil acudir a Jesús cuando pecamos? Porque nos da miedo enfrentar a Dios, como les sucedió a nuestros primeros padres. Cuando escucharon la voz del Señor en el huerto, se escondieron. Luego, al darse cuenta de que estaban desnudos, se hicieron ropas con sus propias manos. Y después, cuando se presentaron ante Dios, trataron de justificar su pecado acusándose mutuamente.
Nuestro proceder no dista mucho del suyo. Cuando transgredimos la ley de Dios, nos escondemos, dejamos de asistir a la iglesia y comenzamos a cambiar nuestras vestiduras. Ya no queremos parecer cristianas, sino pasar desapercibidas entre la multitud; cuando el Espíritu Santo nos enfrenta, tratamos de justificar nuestros actos acusando a la hermana que no nos trató como esperábamos o al pastor que no nos visitó.
Cuando resbales y caigas en el pozo del pecado, no desprecies la única soga que puede salvarle. Deja que Cristo haga el milagro de la renovación en tu vida y tu espíritu hallará un refugio de paz.
Tomado de meditaciones matutinas para mujeres
De la Mano del Señor
Por Ruth Herrera