sábado, 10 de noviembre de 2012

ISÉ UNA ESTRELLA!


«El brillo del sol es diferente del brillo de la luna y del brillo de las estrellas; y aun entre las estrellas, el brillo de una es diferente del de otra» (1 Corintios 15:41).

Siempre había una herrería situada en el centro de toda ciudad o pueblo en el viejo oeste estadounidense. La gente caminaba kilómetros para llegar a estos lugares para quejes hicieran sus objetos de metal o para que se los repararan. Los herreros hacían herraduras, arreglaban las ruedas de las carretas y hacían aros de metal para amarrar los caballos a los postes.
Para poder hacer estas cosas un herrero tiene que calentar el metal. A medida que el metal se calienta, cambia de color.  Comienza poniéndose negro, después se vuelve anaranjado y finalmente se calienta tanto que se pone blanco.
Si te fijas en el versículo de hoy te darás cuenta de que a las estrellas les pasa lo mismo. Algunas estrellas son más calientes que otras. Si las ves a través de un telescopio algunas se verán blancas, otras azules, otras anaranjadas y algunas amarillas. Es porque todas tienen temperaturas diferentes.
A medida que nos vamos emocionando con Jesús la gente también irá notando los cambios en nuestra «temperatura». Si somos unos cristianos ardientes y nos entusiasma Jesús, querremos hablarle de él a los demás. Si no nos entusiasman mucho las cosas de Dios, la gente ni siquiera se dará cuenta de que somos sus seguidores. Sé una estrella ardiente por Jesús y cuéntales a todos que tú sabes cuan brillante es su amor por ellos.

Tomado de Devocionales para menores
Explorando con Jesús
Por Jim Feldbush

UNA VIRTUD ESPECIAL


Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe. (Gálatas 5:22)

Cada uno de los frutos del Espíritu Santo constituye para nosotros un desafío a poner en práctica tanto en nuestra vida personal como en el desempeño de nuestro ministerio. De entre todos los frutos que el Espíritu da a nuestras vidas, considero que la paciencia es una de las virtudes que más necesitamos como creyentes, y en especial como esposas de pastores.
En una ocasión leí que algunas de las cualidades que debe tener la esposa de un pastor incluyen la mansedumbre de una oveja, la melodía de una alondra, la disposición de un ángel y la paciencia de una hormiga. Lo cierto es que nos hace falta una gran dosis de paciencia a lo largo de nuestra vida, porque no son fáciles las pruebas que debemos enfrentar. Cuando las esposas de pastor somos jóvenes nos critican porque nos falta experiencia; pero por otro lado, cuando somos mayores, algunos nos consideran anticuadas. Asimismo, si ayudamos a nuestro esposo, nos etiquetan como entrometidas; si no lo hacemos, entonces no somos la ayuda idónea que todo el mundo espera que seamos.
Cada vez que somos trasladados a un nuevo distrito debemos ejercer mucha paciencia. Hemos de esperar con calma para que nuestras relaciones con los hermanos de la nueva iglesia se fortalezcan, y ellos reserven un lugar en su corazón y en sus afectos para nosotras, al igual que lo reservaron para la esposa del pastor anterior.
A menudo las actitudes impacientes pueden perjudicar las relaciones con la familia y con los hermanos y hermanas de la iglesia. Sin embargo, si dependemos del Espíritu Santo, quien es el que nos da la paciencia, no mostraremos un fruto artificial o perecedero, sino uno que podrá durar indefinidamente. Recordemos que el fruto de la paciencia, o el de cualquier otra virtud, no es algo fabricado o confeccionado, sino que es algo que brota cuando tenemos el amor de Dios en nuestros corazones.
Elena G. de White escribió: «Aquellos en quienes habita este Espíritu revelan sus frutos: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe» (La maravillosa gracia de Dios, p. 195). Que el Espíritu de Dios pueda habitar en ti, querida amiga esposa de pastor, para que recibas los frutos que necesitaras en el desarrollo de tu ministerio.

Tomado de Meditaciones Matutinas para la mujer
Una cita especial
Textos compilados por Edilma de Balboa
Por Sonia Lucía Vargas de Ribero

LA FELICIDAD SEGÚN DIOS


Hay más dicha en dan que en recibir. Hechos 20: 35

Las palabras de nuestro versículo quedaron impresas en la mente de un joven universitario el día que aprendió una lección inolvidable.
La historia es de autor desconocido y la relata Alice Gray. Tiene que ver con un joven estudiante que cierto día caminaba por un parque con uno de sus profesores. En el trayecto, vieron un par de zapatos en la grama, junto a un abrigo. Razonaron que pertenecían a uno de los obreros de una industria cercana.
—¡Vamos a hacerle una broma al dueño de esos zapatos! —sugirió el joven—. Los esconderemos y veremos cómo reacciona cuando venga a buscarlos.
—No me parece una buena idea —dijo el profesor—. Te propongo algo mejor.
El rostro del joven expresó interés. ¿Qué podía tener en mente el profesor? 
—Tú tienes recursos que él necesita. ¿Qué tal si colocas una moneda de valor en cada uno de sus zapatos? Luego nos esconderemos para ver cómo reacciona.
Así se hizo, y los dos hombres se escondieron. Entonces apareció el dueño del par de zapatos. El hombre se puso uno de los zapatos. Al sentir un objeto que le molestaba, se lo quitó, sacudió el calzado y vio caer un objeto a la grama. ¡Era una moneda! Miró alrededor por si había alguien, pero al no ver a nadie, se puso el otro zapato. De nuevo sintió algo duro. ¡Otra moneda! De inmediato, el hombre dio gracias a Dios. En voz audible agradeció porque ese dinero serviría para alimentar a su familia en un momento difícil por el que estaban pasando. Mientras tanto, detrás de los arbustos, un jovencito aprendía que es mejor hacer el bien que hacer el mal (Stories for the Family's Heart [Relatos para el corazón de la familia], pp. 115, 116).
Notemos la manera como el apóstol resume esta receta para una vida feliz: «Quien quiera amar la vida y pasar días felices, cuide su lengua de hablar mal y sus labios de decir mentiras; aléjese del mal y haga el bien, busque la paz y sígala» (IPed. 3:10,11).
Hoy es un buen día para aplicar esta receta: no hablemos mal de nadie, ni hagamos mal a nadie. Busquemos el bien y hagamos el bien. En eso, según Dios, consiste la felicidad.
Hoy me propongo, Señor, alejarme del mal y hacer el bien. Ayúdame a lograrlo.

Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala

¿DÓNDE ESTÁ TU AGUIJÓN?


«Todo lo que te venga a mano para hacer, hazlo según tus fuerzas, porque en el seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo ni ciencia ni sabiduría» (Eclesiastés 9:10).

El tipo de milagro más solicitado tiene que ver con la curación de enfermedades físicas. Los curanderos populares suelen garantizar resultados basándose en el texto de Isaías 53:5: «Por sus llagas fuimos nosotros curados». Pero, en realidad, este versículo se refiere a nuestras transgresiones e iniquidades y predice el sacrificio de Jesús en la cruz por nuestros pecados. El éxito de los curanderos depende de si tienen carisma y son capaces de transmitir su confianza en sí mismos o no. Además, se apresuran a señalar que si la sanación no se produce es porque el sufriente no tiene la fe necesaria.
Con toda certeza, usted se preguntará qué pasa con Santiago 5:14,15, donde se dice: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia para que oren por él, ungiéndolo con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si ha cometido pecados, le serán perdonados». ¿Significa esto que, si los ancianos de la iglesia lo ungen, el enfermo sanará?
Tal vez usted sepa de alguien que haya sido sanado. Pero bien sabemos que en muchos casos los enfermos no han sido sanados en ese mismo momento e, incluso, han muerto. Esto no tiene por qué significar que las Escrituras nos engañen o que la fe no fue suficiente. No alcanzamos a comprender qué sabe Dios, pero podemos estar seguros de que, a su hora, levantará a los enfermos; si bien no inmediatamente, sí será definitivo cuando suene la trompeta y los muertos en Cristo resuciten primero.
Nuestro mayor consuelo está en la frase: «Si ha cometido pecados, le serán perdonados». Jesús murió para salvarnos eternamente de nuestros pecados, no para curar nuestras enfermedades temporales. La promesa, garantizada, es que cuando un enfermo se compromete con el Señor sus pecados le son perdonados. Por tanto, aunque vaya al reposo, se le promete que en el último día será resucitado.
Nuestro Padre celestial es misericordioso. No quiere que nadie perezca. Lo maravilloso en todo esto es saber que, si lo buscamos de todo corazón, aun en el último aliento de nuestra vida, él estará ahí para responder y nos resucitará para vida eterna.  Basado en Juan 4:48

Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill