jueves, 15 de octubre de 2009

PAZ EN MEDIO DEL DOLOR

Yo les he dicho estas cosas para que en mí hallen paz. En este mundo afrontarán aflicciones, pero ¡anímense! Yo he vencido al mundo (S. Juan 16: 33).

Me encontraba en una reunión de oración con un grupo de hermanas, con quienes cada lunes nos dábamos cita para orar las unas por las otras. De pronto recibí una llamada de mi prima diciéndome que esa tarde se le había detectado a mi mamá un tumor en el pulmón izquierdo y que yo necesitaba viajar a Mérida, Yucatán. Fue una noticia terrible para mí. Mi mamá había sido cristiana desde los nueve años de edad, una mujer fiel y con convicción. Nunca había fumado y había sido cuidadosa con su alimentación. Ahora la gran pregunta era: ¿Por qué Señor? El oncólogo habló con nosotros y nos propuso como tratamiento la quimioterapia, sin embargo, ella no estuvo dispuesta a recibirla. Entonces me dijo: «No te preocupes hija, si mi Dios ya dijo que ésta es la manera como me llamará al descanso, ¡alabado sea su nombre! Porque él sabe lo que hace. Yo estoy lista para cuando él lo disponga». Sus palabras todavía resuenan en mis oídos. Luego agregó: «Llévame al Sanatorio Naturista de Canoas, Nuevo León: si Dios quiere sanarme, estoy en sus manos, y si no, que se haga su voluntad». Y así fue. Cumplimos con su deseo y estuvo internada 45 días en el sanatorio naturista, de los que estoy segura disfrutó. Ella era tan amada por nuestro Creador y Salvador, que nun­ca se quejó de dolor. Ese sábado 26 de agosto de 2006, ya en su casa, a las cuatro de la tarde aproximadamente, Jesús llamó a mamá para descansar en sus brazos. Sin dolor alguno, con esa mirada tierna que mamá tenía, con sus ojos fijos mirando hacia el cielo exhaló su último aliento. En medio del dolor y el llanto que inundó nuestro ser, reuní a mis hermanos que estaban presentes, a mis tíos y a papá para darle gracias a Dios por lo que había hecho con mamá. Querida hermana, vale la pena ser fiel en este mundo porque él prometió darnos paz en medio del dolor y la aflicción. Créeme, Dios es real. Hoy anhelo la mañana gloriosa para gozar junto con Cristo la paz eterna.

Mary Torres de Castellanos
Tomado de la Matutina Manifestaciones de su amor.

LA RANA BOCAZAS

Porque el que a si mismo se engrandece, será y el qué se humilla, será engrandecido. Mateo 23:12.

Éra se una vez una rana que vivía en una ciénaga. Quería ver mundo, Por eso dejó la ciénaga y, llena de esperanza, emprendió viaje por el polvoriento camino. Pronto se encontró con un gran lago azul. «¿Cómo cruzaré el agua?», se preguntó. En ese mismo momento escuchó el graznido de dos gansos que pasaban por allí. —¡Eh, gansos! —gritó la rana—. Bajen, quiero hablar con ustedes. —¿Qué quieres, rana? —Tengo que cruzar el agua. ¿Pueden ayudarme? —Depende —dijo uno de los gansos—. ¿Qué tenemos que hacer? La rana señaló un palo largo y delgado. —Lleven este palo al otro lado del lago. Yo me agarraré a él e iré con ustedes. Así que cada uno de los pájaros tomó un extremo del palo con el pico. La rana se instaló entre ambos y lo mordió en el centro con su enorme boca verde. Cuando los pájaros y su pasajero viajaban hacia el otro lado del lago, dos personas que estaban en un bote los vieron pasar. —¡Anda, mira eso! —dijo la dama a su esposo—. Esos dos gansos llevan una rana al otro lado del lago. Qué astutos. La rana, al escuchar el comentario de la dama, se hinchó de orgullo y dijo: —Fue idea mía. Pero tan pronto como abrió la boca, resbaló del palo y cayó al agua. Fin del viaje. Por supuesto, esta historia es ficticia, pero la lección que nos enseña es cierta. Como dice la Biblia: «Tras el orgullo viene el fracaso; tras la altanería, la caída». Los engreídos nunca progresan. Y si no, pregúntale a la rana.

Tomado de la Matutina El Vieja Increíble.

USTEDES DEBEN SER MIS TESTIGOS

Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta lo último de la tierra.Hechos 1: 8

El corazón de la misión está en el propio centro de este texto: «Ustedes serán mis testigos». Ese es el mensaje recurrente en todo el libro de los Hechos: «Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído» (1 Hech. 22:15). «Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo» (Hech. 10:19).
Ser testigos de Cristo significa decir a todos los que nos escuchan lo que dijo y cuanto hizo por nosotros. Es decir, llevar un mensaje sencillo y veraz. Aunque el testimonio sea sencillo, exige del testigo un costoso compromiso. Toca radicalmente nuestro interior, lo que realmente somos en lo profundo. No es solo palabras. El mensaje no solo se presenta con los labios, sino también con la conducta, con lo que se ve en la vida aunque no se diga ninguna palabra.
El testimonio que Henry Stanley dio de David Livingstone debería darse también de nosotros: «Si hubiese estado con él, y nunca me hubiera hablado una palabra sobre lo que creía, de igual manera me habría convencido a ser cristiano». Nuestras vidas deben mostrar la realidad interna de lo que proclamamos. Los apóstoles hacían que sus palabras trascendiesen, hacían que su mensaje tuviese un reflejo en su conducta, movilizaban el evangelio, vivían sus palabras. El evangelio, en fin, modeló su vida y su enseñanza.
Leí en el periódico las siguientes noticias sobre un predicador evangélico: «Arrestado por presentar documentación falsa». «Se divorcia y se casa por tercera vez». «Esposa de predicador denuncia a su esposo por maltrato físico».
Ser un testigo auténtico demanda un corazón sincero y abierto que siempre está creciendo en la experiencia de la proclamación. Se requiere tener siempre la palabra de Cristo, la realidad interna de lo que predicamos, morando en nuestro corazón. Hace falta una pasión desbordante. Hemos de ser creyentes celosos capaces de trastornar al mundo.
Cuando George Whitfield levantaba al pueblo de sus camas a las cinco de la mañana para escuchar su predicación, un hombre, camino de la iglesia, se encontró a ni David Hume, el filósofo y escéptico escocés. Sorprendido al verlo dirigirse a escuchar a Whitfield, el hombre dijo: «Pensé que usted no creía en el evangelio». Hume replico: «Yo no, pero el sí».
¿Testificas con tus palabras y con tu vida? ¿Predicas desde el pulpito de tu ejemplo?

Tomado de la Matutina Siempre gozosos.