Mucho valor tiene a los ojos del Señor la muerte de sus fieles (Salmo 116:15).
Los funerales de las personas importantes suelen ser célebres. Cuando murió John E Kennedy, su país prácticamente se paralizó durante tres días. La nación entera se detuvo frente a la pantalla del televisor. Si el cortejo fúnebre de Amado Nervo hubiera tenido lugar en los tiempos de la televisión, quizá habría sido el funeral más sentido de la historia del continente americano.
El 24 de mayo de 1919, día de la muerte del poeta, comenzó la apoteosis de su funeral. Todo empezó en Montevideo, Uruguay, donde, para honrarlo, los comerciantes cerraron sus negocios. En el crucero Uruguay se transportaron sus restos cubiertos por las banderas de todas las naciones del continente. Luego la embarcación se detuvo en Brasil y en Venezuela, para que el difunto fuera objeto de nuevos homenajes. En La Habana, donde también se le rindieron homenajes multitudinarios, se unieron al convoy dos barcos de guerra, uno cubano y otro mexicano.
A la llegada de los restos del poeta a Veracruz, el duelo y la exaltación alcanzaron la categoría de lo indescriptible. El 14 de noviembre se realizó el entierro en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Los asistentes se agolparon desde la Secretaría de Relaciones Exteriores hasta el Panteón de Dolores. Para este momento ya no hay adjetivos adecuados para describir lo sucedido. Es difícil calcular la cantidad de concurrentes a la ceremonia. Centenares, o quizá miles, de personas, trabajaron en la organización y en la realización del viaje y las ceremonias. El cortejo fúnebre duró seis meses, tiempo suficiente para que el continente hablara de Amado Nervo, leyera sus libros y lo conociera mejor en su muerte que en su vida.
Los funerales, especialmente si el difunto es popular, constituyen una confesión y admisión de una pérdida irreparable. Cuando murió Amado Nervo las multitudes sintieron, al parecer, más que la muerte del poeta, la muerte de la poesía.
Pero no son así los funerales de los santos. Se parecen más al lamento de una despedida, al arrullo de una madre amante para su bebé que se duerme. Es como si Dios les dijera: «Anda, pueblo mío», y cuando cierran los ojos, es como si Jesús susurrara: «Nuestro amigo duerme».
Dios siente la muerte de sus santos tanto como sintió la muerte de Lázaro, con lágrimas. Pero no lágrimas de dolor desesperado, sino de simpatía humana. En realidad, para él no están muertos, porque él no es Dios de muerte, sino de vida, y nuestra suprema esperanza se realizará ese gran día, cuando Jesucristo venga en gloria y majestad, y los muertos en él resuciten primero (1 Tes. 4:16).
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
¿Sabías que..? Relatos y anécdotas para jóvenes
Por Félix H. Cortez
Los funerales de las personas importantes suelen ser célebres. Cuando murió John E Kennedy, su país prácticamente se paralizó durante tres días. La nación entera se detuvo frente a la pantalla del televisor. Si el cortejo fúnebre de Amado Nervo hubiera tenido lugar en los tiempos de la televisión, quizá habría sido el funeral más sentido de la historia del continente americano.
El 24 de mayo de 1919, día de la muerte del poeta, comenzó la apoteosis de su funeral. Todo empezó en Montevideo, Uruguay, donde, para honrarlo, los comerciantes cerraron sus negocios. En el crucero Uruguay se transportaron sus restos cubiertos por las banderas de todas las naciones del continente. Luego la embarcación se detuvo en Brasil y en Venezuela, para que el difunto fuera objeto de nuevos homenajes. En La Habana, donde también se le rindieron homenajes multitudinarios, se unieron al convoy dos barcos de guerra, uno cubano y otro mexicano.
A la llegada de los restos del poeta a Veracruz, el duelo y la exaltación alcanzaron la categoría de lo indescriptible. El 14 de noviembre se realizó el entierro en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Los asistentes se agolparon desde la Secretaría de Relaciones Exteriores hasta el Panteón de Dolores. Para este momento ya no hay adjetivos adecuados para describir lo sucedido. Es difícil calcular la cantidad de concurrentes a la ceremonia. Centenares, o quizá miles, de personas, trabajaron en la organización y en la realización del viaje y las ceremonias. El cortejo fúnebre duró seis meses, tiempo suficiente para que el continente hablara de Amado Nervo, leyera sus libros y lo conociera mejor en su muerte que en su vida.
Los funerales, especialmente si el difunto es popular, constituyen una confesión y admisión de una pérdida irreparable. Cuando murió Amado Nervo las multitudes sintieron, al parecer, más que la muerte del poeta, la muerte de la poesía.
Pero no son así los funerales de los santos. Se parecen más al lamento de una despedida, al arrullo de una madre amante para su bebé que se duerme. Es como si Dios les dijera: «Anda, pueblo mío», y cuando cierran los ojos, es como si Jesús susurrara: «Nuestro amigo duerme».
Dios siente la muerte de sus santos tanto como sintió la muerte de Lázaro, con lágrimas. Pero no lágrimas de dolor desesperado, sino de simpatía humana. En realidad, para él no están muertos, porque él no es Dios de muerte, sino de vida, y nuestra suprema esperanza se realizará ese gran día, cuando Jesucristo venga en gloria y majestad, y los muertos en él resuciten primero (1 Tes. 4:16).
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