Les doy este mandamiento nuevo: Que se amen los unos a los otros. Así como yo los amo a ustedes, así deben amarse ustedes los unos a los otros. Juan 13: 34.
Es muy fácil que ocuparnos de nuestra propia vida nos impida pensar en los millones de personas con quienes compartimos este planeta. Ya lo dice el refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Cuando escuchamos que ha habido una catástrofe nuestra reacción natural es: «¿Para mí es una amenaza posible?» Si no lo es, damos gracias a Dios porque todo en nuestro mundo esté en su sitio y seguimos adelante con lo que nos ocupaba. Hace poco, tomé un periódico y leí un titular: «Un tornado asola una ciudad. Diez muertos». Inmediatamente leí el artículo. ¿Fue cerca de nuestra región? ¿Alguno de mis amigos vivían en el camino del tornado? Después de confirmar que el tornado no había sido una amenaza para nadie que yo conociese, giré la página para ver el parte meteorológico. De repente me di cuenta de qué había hecho. Había restringido mi mundo a mí misma, mis amigos y mi familia. ¿Qué pasaba con las diez personas que habían muerto? Si cada una de ella tuviese cien amigos y miembros de familia, en ese momento mil personas estarían llorando la pérdida de alguien querido. Como cristianos, ¿no deberíamos sentir tristeza porque diez personas por las que Jesús murió hubiesen perdido la vida? ¿No debería yo sentir compasión por los cientos de personas que tendrían que enfrentarse con las consecuencias de tan terrible tormenta? Cuanto más nos acerquemos a Jesús, más nos preocuparemos por los demás. Al fin y al cabo, el amor que siente por ellos es el mismo que siente por nosotros. Quizá no todos crean en él, pero su valor no se basa en su coeficiente de inteligencia espiritual. Se basa en lo que Jesús hizo por salvarlos.
Tomado de la Matutina El Viaje Increíble.
Es muy fácil que ocuparnos de nuestra propia vida nos impida pensar en los millones de personas con quienes compartimos este planeta. Ya lo dice el refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». Cuando escuchamos que ha habido una catástrofe nuestra reacción natural es: «¿Para mí es una amenaza posible?» Si no lo es, damos gracias a Dios porque todo en nuestro mundo esté en su sitio y seguimos adelante con lo que nos ocupaba. Hace poco, tomé un periódico y leí un titular: «Un tornado asola una ciudad. Diez muertos». Inmediatamente leí el artículo. ¿Fue cerca de nuestra región? ¿Alguno de mis amigos vivían en el camino del tornado? Después de confirmar que el tornado no había sido una amenaza para nadie que yo conociese, giré la página para ver el parte meteorológico. De repente me di cuenta de qué había hecho. Había restringido mi mundo a mí misma, mis amigos y mi familia. ¿Qué pasaba con las diez personas que habían muerto? Si cada una de ella tuviese cien amigos y miembros de familia, en ese momento mil personas estarían llorando la pérdida de alguien querido. Como cristianos, ¿no deberíamos sentir tristeza porque diez personas por las que Jesús murió hubiesen perdido la vida? ¿No debería yo sentir compasión por los cientos de personas que tendrían que enfrentarse con las consecuencias de tan terrible tormenta? Cuanto más nos acerquemos a Jesús, más nos preocuparemos por los demás. Al fin y al cabo, el amor que siente por ellos es el mismo que siente por nosotros. Quizá no todos crean en él, pero su valor no se basa en su coeficiente de inteligencia espiritual. Se basa en lo que Jesús hizo por salvarlos.
Tomado de la Matutina El Viaje Increíble.
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