Y aunque sea derramado en libación por el sacrificio y servicio de vuestra fe, me gozo y regocijo con todos vosotros. Filipenses 2:17
Dicen que una vez, después de que D. L. Moody predicase un impresionante sermón sobre la fe de los mártires, un individuo se le acercó y le preguntó: —Sr. Moody, ¿tiene usted suficiente fe para ser mártir?
—No —fue la respuesta del famoso evangelista.
—Sr. Moody —exclamó sorprendido su interlocutor—, ¿cómo ha podido usted predicar semejante sermón sobre la fe si no tiene usted suficiente fe para ser mártir?
—Si Dios quiere que yo lo sea, me dará la fe de un mártir —repuso Moody.
Y así es. A veces, cuando pensamos en el valor intrépido y en la fe de los héroes cristianos, desde los días de Esteban hasta los misioneros actuales que han arriesgado y arriesgan su vida —perdiéndola en ocasiones— por el evangelio, miramos a nuestro interior y temblamos. Comprendemos que no tenemos la resistencia espiritual o moral para hacer frente a lo que ellos afrontaron.
Por ejemplo, no podemos leer sin temblor la historia del bachiller Antonio Herre-zuelo y su esposa, Doña Leonor de Cisneros. Fueron condenados por la Inquisición por sus creencias evangélicas. Habían sido apresados y presionados para que denunciaran a sus hermanos en la fe. Dijo de él un contemporáneo: «En todas las audiencias que tuvo con sus jueces... se manifestó desde luego protestante, y no solo protestante, sino dogmatizador de su secta en la ciudad de Toro [...]. Exigiéronle los jueces [...] que declarase [...j los nombres de aquellas personas llevadas por él a las nuevas doctrinas; pero ni las promesas, ni los ruegos [...] bastaron a alterar el propósito de Herrezuelo en no descubrir a sus amigos y parciales. ¿Y qué más? Ni aun los tormentos lograron quebrantar su constancia, más firme que envejecido roble o que soberbia peña nacida en el seno de los mares» (El conflicto de los siglos, p. 275).
Su esposa, joven de 24 años, flaqueó y se arrepintió. Pero cuando vio a su esposo morir con aquella fe y aquel valor que asombraron incluso a sus enemigos, «interrumpió resueltamente el curso de penitencia a que había dado principio». En al acto fue arrojada a la cárcel, y, después de ocho años de horrores en las cárceles de la Inquisición, «murió ella también en la hoguera como había muerto su esposo».
Nuestros tiempos no nos exigen ese tipo de testimonio. Pero todos los fieles que «combaten hasta la sangre contra el pecado», son héroes y mártires de Cristo. Decidamos hoy dar nuestro testimonio doquiera nos encontremos.
Tomado de la Matutina Siempre Gozosos.
Dicen que una vez, después de que D. L. Moody predicase un impresionante sermón sobre la fe de los mártires, un individuo se le acercó y le preguntó: —Sr. Moody, ¿tiene usted suficiente fe para ser mártir?
—No —fue la respuesta del famoso evangelista.
—Sr. Moody —exclamó sorprendido su interlocutor—, ¿cómo ha podido usted predicar semejante sermón sobre la fe si no tiene usted suficiente fe para ser mártir?
—Si Dios quiere que yo lo sea, me dará la fe de un mártir —repuso Moody.
Y así es. A veces, cuando pensamos en el valor intrépido y en la fe de los héroes cristianos, desde los días de Esteban hasta los misioneros actuales que han arriesgado y arriesgan su vida —perdiéndola en ocasiones— por el evangelio, miramos a nuestro interior y temblamos. Comprendemos que no tenemos la resistencia espiritual o moral para hacer frente a lo que ellos afrontaron.
Por ejemplo, no podemos leer sin temblor la historia del bachiller Antonio Herre-zuelo y su esposa, Doña Leonor de Cisneros. Fueron condenados por la Inquisición por sus creencias evangélicas. Habían sido apresados y presionados para que denunciaran a sus hermanos en la fe. Dijo de él un contemporáneo: «En todas las audiencias que tuvo con sus jueces... se manifestó desde luego protestante, y no solo protestante, sino dogmatizador de su secta en la ciudad de Toro [...]. Exigiéronle los jueces [...] que declarase [...j los nombres de aquellas personas llevadas por él a las nuevas doctrinas; pero ni las promesas, ni los ruegos [...] bastaron a alterar el propósito de Herrezuelo en no descubrir a sus amigos y parciales. ¿Y qué más? Ni aun los tormentos lograron quebrantar su constancia, más firme que envejecido roble o que soberbia peña nacida en el seno de los mares» (El conflicto de los siglos, p. 275).
Su esposa, joven de 24 años, flaqueó y se arrepintió. Pero cuando vio a su esposo morir con aquella fe y aquel valor que asombraron incluso a sus enemigos, «interrumpió resueltamente el curso de penitencia a que había dado principio». En al acto fue arrojada a la cárcel, y, después de ocho años de horrores en las cárceles de la Inquisición, «murió ella también en la hoguera como había muerto su esposo».
Nuestros tiempos no nos exigen ese tipo de testimonio. Pero todos los fieles que «combaten hasta la sangre contra el pecado», son héroes y mártires de Cristo. Decidamos hoy dar nuestro testimonio doquiera nos encontremos.
Tomado de la Matutina Siempre Gozosos.
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