Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta lo último de la tierra.Hechos 1: 8
El corazón de la misión está en el propio centro de este texto: «Ustedes serán mis testigos». Ese es el mensaje recurrente en todo el libro de los Hechos: «Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído» (1 Hech. 22:15). «Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo» (Hech. 10:19).
Ser testigos de Cristo significa decir a todos los que nos escuchan lo que dijo y cuanto hizo por nosotros. Es decir, llevar un mensaje sencillo y veraz. Aunque el testimonio sea sencillo, exige del testigo un costoso compromiso. Toca radicalmente nuestro interior, lo que realmente somos en lo profundo. No es solo palabras. El mensaje no solo se presenta con los labios, sino también con la conducta, con lo que se ve en la vida aunque no se diga ninguna palabra.
El testimonio que Henry Stanley dio de David Livingstone debería darse también de nosotros: «Si hubiese estado con él, y nunca me hubiera hablado una palabra sobre lo que creía, de igual manera me habría convencido a ser cristiano». Nuestras vidas deben mostrar la realidad interna de lo que proclamamos. Los apóstoles hacían que sus palabras trascendiesen, hacían que su mensaje tuviese un reflejo en su conducta, movilizaban el evangelio, vivían sus palabras. El evangelio, en fin, modeló su vida y su enseñanza.
Leí en el periódico las siguientes noticias sobre un predicador evangélico: «Arrestado por presentar documentación falsa». «Se divorcia y se casa por tercera vez». «Esposa de predicador denuncia a su esposo por maltrato físico».
Ser un testigo auténtico demanda un corazón sincero y abierto que siempre está creciendo en la experiencia de la proclamación. Se requiere tener siempre la palabra de Cristo, la realidad interna de lo que predicamos, morando en nuestro corazón. Hace falta una pasión desbordante. Hemos de ser creyentes celosos capaces de trastornar al mundo.
Cuando George Whitfield levantaba al pueblo de sus camas a las cinco de la mañana para escuchar su predicación, un hombre, camino de la iglesia, se encontró a ni David Hume, el filósofo y escéptico escocés. Sorprendido al verlo dirigirse a escuchar a Whitfield, el hombre dijo: «Pensé que usted no creía en el evangelio». Hume replico: «Yo no, pero el sí».
¿Testificas con tus palabras y con tu vida? ¿Predicas desde el pulpito de tu ejemplo?
Tomado de la Matutina Siempre gozosos.
El corazón de la misión está en el propio centro de este texto: «Ustedes serán mis testigos». Ese es el mensaje recurrente en todo el libro de los Hechos: «Porque serás testigo suyo a todos los hombres, de lo que has visto y oído» (1 Hech. 22:15). «Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo» (Hech. 10:19).
Ser testigos de Cristo significa decir a todos los que nos escuchan lo que dijo y cuanto hizo por nosotros. Es decir, llevar un mensaje sencillo y veraz. Aunque el testimonio sea sencillo, exige del testigo un costoso compromiso. Toca radicalmente nuestro interior, lo que realmente somos en lo profundo. No es solo palabras. El mensaje no solo se presenta con los labios, sino también con la conducta, con lo que se ve en la vida aunque no se diga ninguna palabra.
El testimonio que Henry Stanley dio de David Livingstone debería darse también de nosotros: «Si hubiese estado con él, y nunca me hubiera hablado una palabra sobre lo que creía, de igual manera me habría convencido a ser cristiano». Nuestras vidas deben mostrar la realidad interna de lo que proclamamos. Los apóstoles hacían que sus palabras trascendiesen, hacían que su mensaje tuviese un reflejo en su conducta, movilizaban el evangelio, vivían sus palabras. El evangelio, en fin, modeló su vida y su enseñanza.
Leí en el periódico las siguientes noticias sobre un predicador evangélico: «Arrestado por presentar documentación falsa». «Se divorcia y se casa por tercera vez». «Esposa de predicador denuncia a su esposo por maltrato físico».
Ser un testigo auténtico demanda un corazón sincero y abierto que siempre está creciendo en la experiencia de la proclamación. Se requiere tener siempre la palabra de Cristo, la realidad interna de lo que predicamos, morando en nuestro corazón. Hace falta una pasión desbordante. Hemos de ser creyentes celosos capaces de trastornar al mundo.
Cuando George Whitfield levantaba al pueblo de sus camas a las cinco de la mañana para escuchar su predicación, un hombre, camino de la iglesia, se encontró a ni David Hume, el filósofo y escéptico escocés. Sorprendido al verlo dirigirse a escuchar a Whitfield, el hombre dijo: «Pensé que usted no creía en el evangelio». Hume replico: «Yo no, pero el sí».
¿Testificas con tus palabras y con tu vida? ¿Predicas desde el pulpito de tu ejemplo?
Tomado de la Matutina Siempre gozosos.
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