No hay duda de que es grande el misterio de nuestra fe: Él [Cristo] se manifestó como hombre; fue vindicado por el Espíritu, visto pon los ángeles, proclamado entre las naciones, creído en el mundo, recibido en la gloria. 1 Timoteo 3:16, NVI
Herbert C. Gabhart estaba de visita en una universidad cristiana dirigiendo una Semana de Énfasis Espiritual. Cierta tarde, le tocó reunirse con los alumnos de la clase de inglés. Al entrar vio un anuncio comercial en el cual aparecían varios personajes famosos, y que tenía a Abraham Lincoln en el centro. En la parte superior del anuncio se podía leer una inscripción que decía: «El era como uno de nosotros. Solo que un poquito más alto». Lo que quería decir el anuncio era que Lincoln había sido «grande entre los grandes».
Cuenta el pastor que, después de ver ese anuncio, se quedó pensativo. Luego se dijo a sí mismo: «Es verdad que Lincoln fue un gran hombre, pero esa descripción le encaja perfectamente al Señor Jesús: Él fue como uno de nosotros, solo que mucho más grande» (En Calvin Miller, The Book of Jesús [El libro de Jesús], p. 39).
«Como uno de nosotros, pero mucho más grande». Mejor dicho, infinitamente más grande. Si de alguna manera se pudiera reunir en algún lugar a todos los grandes de la tierra, de todas las edades, al lado de ellos Cristo sería el más grande. Si se pudieran reunir las enseñanzas más sublimes de los maestros más brillantes de la tierra, las enseñanzas de Cristo serían las más grandes. Y si alguien recopilara las piezas de oratoria más elocuentes de toda la historia, los discursos del Señor Jesús aparecerían como los más grandes.
Lo más hermoso de todo esto es que esa grandeza, a diferencia de los poderosos y los famosos de la tierra, no le impidió mezclarse con toda clase de gente. Por ello, con sobrada razón, alguien escribió que para el arquitecto, Cristo es la piedra angular; para el enfermo, el Médico divino; para el filósofo, la Sabiduría de Dios; para la ovejita descarriada, el Buen Pastor; para el hambriento, el Pan de Vida; para el sediento,
el Agua de Vida; para el moribundo, la Resurrección y la Vida...
Te diré lo que significa para mí: Es mi bendito Salvador, mi Señor, «mi escudo protector, mi gloria» (Sal 3:3).
Gracias, Padre celestial, por el precioso regalo que nos diste en la persona de tu amado Hijo Jesucristo.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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