Quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja, halla perdón. Proverbios 28:13, NVI
Cuenta un relato que cierto día el rey Federico Guillermo I de Prusia decidió visitar una de las prisiones de su reino, con el fin de saber cómo estaba funcionando. Parte de su inspección consistía en entrevistar a algunos de los prisioneros.
Al preguntar a los prisioneros las razones por las cuales estaban tras las rejas, uno culpó al juez por la sentencia que le dictó; otro se quejó de lo mal que sus abogados habían manejado el caso; y un tercero arremetió contra el jurado. Con diferentes argumentos, ninguno de los presos admitió haber cometido algún crimen.
Entonces le llegó el turno a un prisionero que estaba sentado en la esquina de su celda con la vista fija en el suelo.
—Y tú —preguntó el rey—, ¿también eres inocente?
—No, Su Majestad —respondió el hombre—. Soy culpable. Estoy pagando una condena justa por haber transgredido la ley de su reino.
Sin pensarlo dos veces, el rey ordenó:
—¡Guardias! ¡Saquen inmediatamente de la cárcel a este hombre antes de que corrompa a los demás presos!
Si algo nos enseña este relato es que la primera condición para hallar el perdón consiste en reconocer que hemos fallado. Claro, no basta con reconocerlo, también hay que confesarlo y pedir misericordia, tal como lo indica nuestro texto bíblico para hoy.
La actitud del prisionero arrepentido nos recuerda la parábola que contó Jesús de los dos hombres que fueron al templo a orar. Uno, el fariseo, dijo: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros». El otro, un cobrador de impuestos, sin siquiera levantar su vista, en cambio oró así: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!» (ver Luc. 18:9-14). ¿Cuál de los dos fue perdonado? El cobrador de impuestos.
Cuando en tus oraciones le hables al Rey, no te esfuerces en disculpar tus faltas. Reconoce tu culpa y, en el nombre de Cristo, tu Abogado, pide perdón. Tu Padre celestial que es «un Dios tierno y compasivo» (Neh.9:17), se deleitará no solo en perdonarte, sino también en concederte su ayuda para que no caigas de nuevo.
Padre mío, en el nombre de Cristo, te pido que limpies mi vida de toda maldad.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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