Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mateo 5:9).
El famoso presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, fue asesinado el 14 de abril de 1865. A la mañana siguiente, la ciudad de Nueva York presentaba una escena de la más peligrosa efervescencia. Se colocaron anuncios en las esquinas de las calles de Nueva York, Brooklyn y Jersey que convocaban a los ciudadanos leales a reunirse frente a la oficina de la Bolsa en Wall Street, a las once de la mañana.
Cincuenta mil hombres se presentaron armados, listos para vengar la muerte del primer mandatario. Los oradores arengaban a la multitud. Los ánimos se caldeaban por momentos. Algunos voluntarios presentaron una horca portátil al tiempo que gritaban: «¡Venganza, venganza!», mientras la pasaban entre la gente.
Parecía que las oficinas del periódico The World, simpatizante de las ideas confederadas y opuestas a Lincoln, que estaban frente al lugar donde se llevaba a cabo la manifestación, quedarían devoradas por el fuego de la pasión de aquella multitud. Todo parecía indicar que toda esa gente colgaría a varios prominentes partidarios de los rebeldes del sur que estaban allí.
Parecía que aquellas sangrientas escenas que las multitudes airadas habían realizado en Francia, durante la Revolución Francesa, iban a repetirse aquel día en Nueva York. Para agravar la situación, llegó un telegrama desde Washington que decía: «Seward [el secretario de Estado del presidente, Lincoln] agoniza». La multitud se enardeció y comenzó a avanzar hacia las oficinas del periódico. La muerte se cernía, sedienta de sangre, sobre aquel edificio y sus ocupantes. Pero en ese momento una figura imponente, que portaba una pequeña bandera en la mano, avanzó hacia la multitud y demandó su atención. Levantó el brazo derecho al cielo y dijo con una voz clara: «¡Conciudadanos! ¡Nubes y oscuridad están alrededor de él! ¡Aguas oscuras y espesa oscuridad son su pabellón! Justicia y juicio son el asiento de su trono! ¡Misericordia y verdad van delante de su rostro! Conciudadanos, Dios reina, y el gobierno en Washington todavía está vivo».
El que hablaba era el general James Garfield, que todos los ciudadanos admiraban y respetaban. Se puede afirmar que el efecto de su pequeña arenga fue un auténtico milagro. Las palabras oportunas de un hombre sabio, justo y honorable, pacificaron al instante a aquellos turbulentos vengadores.
Permite que hoy Dios te pueda utilizar como un instrumento de paz en el ambiente en que te desenvuelves: tu hogar, la escuela o el vecindario. No fomentes el odio, la división o la crítica. Busca la paz y compártela con los que más la necesitan.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
¿Sabías que..? Relatos y anécdotas para jóvenes
Por Félix H. Cortez
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