En sus fortalezas aullarán las hienas, y en sus lujosos palacios, los chacales. Su hora está por llegar, y no se prolongarán sus días (Isaías 13: 22).
El versículo de esta mañana es parte del decreto divino contra Babilonia. Dios puso mucho énfasis en sus templos y palacios por diversas razones. Una razón principal era que la grandeza y la cantidad de templos y palacios de Babilonia eran la causa de su orgullo. Por supuesto, no es cuestión de quitarle méritos. Nabucodonosor ha pasado a la historia con justicia, como el constructor de Babilonia y, casi, del Nuevo Imperio.
Aunque la antigua Babilonia no tenía el tamaño fantástico que le atribuyera Heródoto, la ciudad era enorme para un tiempo en el que las ciudades eran muy pequeñas. Su perímetro de unos diecisiete kilómetros es superior al perímetro de doce kilómetros de Nínive, capital del Imperio Asirio; al de los muros de la Roma imperial, de diez kilómetros de perímetro; y a los seis kilómetros de los muros de Atenas en el tiempo del apogeo de esa ciudad, en el siglo V a. C.
Esta comparación con otras ciudades famosas de la antigüedad muestra que Babilonia era, quizá con la excepción de Tebas (que entonces ya estaba en ruinas), la más extensa y la más grandiosa de todas las capitales antiguas. Es comprensible por qué Nabucodonosor sintió que tenía derecho a jactarse de haber construido la gran Babilonia.
Babilonia era un centro religioso sin rival en el mundo conocido. Una tablilla cuneiforme del tiempo de Nabucodonosor enumera 53 templos dedicados a dioses importantes, 995 pequeños santuarios y 384 altares de calle, todos ellos dentro de los límites de la ciudad. En comparación, Asur, una de las principales ciudades de Asiría, con sus 34 templos y capillas, causaba una impresión relativamente pobre. Se puede comprender bien por qué Nabucodonosor y los caldeos estaban tan orgullosos de su ciudad cuando decían que era el centro y el origen de toda la tierra.
El orgullo es origen de todos los pecados. Ha sido la ruina de naciones e imperios como Mesopotamia. Es el pecado más odioso a los ojos de Dios, aunque el más solapado por los hombres. Es más fácil salvar a un ebrio empedernido que pide ayuda, que a una persona arrogante. Solamente el Espíritu de Dios puede hacer un milagro en el corazón del hombre y quebrantarlo humildemente a los pies del Salvador.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
¿Sabías que..? Relatos y anécdotas para jóvenes
Por Félix H. Cortez
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