¿Quién acusará a los que Dios ha escogido? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? Cristo Jesús es el que murió, e incluso resucitó y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros (Romanos 8: 33, 34).
María había sido considerada como una gran pecadora, pero Cristo conocía las circunstancias que hablan formado su vida. Él hubiera podido extinguir toda chispa de esperanza en su alma, pero no lo hizo. Era él quien la había liberado de la desesperación y la ruina. Siete veces ella había oído la reprensión que Cristo hiciera a los demonios que dirigían su corazón y mente. Habla oído su intenso clamor al Padre en su favor. Sabía cuan ofensivo es el pecado para su inmaculada pureza, y con su poder ella había vencido. Cuando a la vista humana su caso parecía desesperado, Cristo vio en María aptitudes para lo bueno. Vio los rasgos mejores de su carácter. El plan de la redención ha investido a la humanidad con grandes posibilidades, y que en María debían realizarse. Por su gracia, ella llegó a ser participante de la naturaleza divina. Aquella que había caído y cuya mente había sido habitación de demonios, fue puesta en estrecho compañerismo y ministerio con el Salvador. Fue María la que se sentaba a sus pies y aprendía de él. Fue María la que derramó en sus pies el precioso ungüento, y bañó sus pies con sus lágrimas. María estuvo junto a la cruz y le siguió hasta el sepulcro. María fue la primera en ir a la tumba después de su resurrección. Fue María la primera que proclamó al Salvador resucitado.
Jesús conoce las circunstancias que rodean a cada alma. Tú puedes decir: «Soy pecador, muy pecador». Puedes serlo; pero cuanto peor seas, tanto más necesitas a Jesús. Él no se aparta de ninguno que llora contrito. No dice a nadie todo lo que podía revelar, pero ordena a toda alma temblorosa que cobre aliento. Perdonará libremente a todo aquel que acude a él en busca de perdón y restauración. A las almas que se vuelven a él en procura de refugio, Jesús las eleva por encima de las acusaciones y contiendas de las lenguas. Ningún hombre ni ángel malo puede acusar a estas almas. Cristo las une a su propia naturaleza divino-humana. Ellas están de pie junto al gran Expiador del pecado, en la luz que procede del trono de Dios (E! Deseado de todas las gentes, pp. 521, 522).
María había sido considerada como una gran pecadora, pero Cristo conocía las circunstancias que hablan formado su vida. Él hubiera podido extinguir toda chispa de esperanza en su alma, pero no lo hizo. Era él quien la había liberado de la desesperación y la ruina. Siete veces ella había oído la reprensión que Cristo hiciera a los demonios que dirigían su corazón y mente. Habla oído su intenso clamor al Padre en su favor. Sabía cuan ofensivo es el pecado para su inmaculada pureza, y con su poder ella había vencido. Cuando a la vista humana su caso parecía desesperado, Cristo vio en María aptitudes para lo bueno. Vio los rasgos mejores de su carácter. El plan de la redención ha investido a la humanidad con grandes posibilidades, y que en María debían realizarse. Por su gracia, ella llegó a ser participante de la naturaleza divina. Aquella que había caído y cuya mente había sido habitación de demonios, fue puesta en estrecho compañerismo y ministerio con el Salvador. Fue María la que se sentaba a sus pies y aprendía de él. Fue María la que derramó en sus pies el precioso ungüento, y bañó sus pies con sus lágrimas. María estuvo junto a la cruz y le siguió hasta el sepulcro. María fue la primera en ir a la tumba después de su resurrección. Fue María la primera que proclamó al Salvador resucitado.
Jesús conoce las circunstancias que rodean a cada alma. Tú puedes decir: «Soy pecador, muy pecador». Puedes serlo; pero cuanto peor seas, tanto más necesitas a Jesús. Él no se aparta de ninguno que llora contrito. No dice a nadie todo lo que podía revelar, pero ordena a toda alma temblorosa que cobre aliento. Perdonará libremente a todo aquel que acude a él en busca de perdón y restauración. A las almas que se vuelven a él en procura de refugio, Jesús las eleva por encima de las acusaciones y contiendas de las lenguas. Ningún hombre ni ángel malo puede acusar a estas almas. Cristo las une a su propia naturaleza divino-humana. Ellas están de pie junto al gran Expiador del pecado, en la luz que procede del trono de Dios (E! Deseado de todas las gentes, pp. 521, 522).
Elena G. de White
Tomado de Manifestaciones de su amor
Tomado de Manifestaciones de su amor
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