«Examíname, Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos» (Salmo 139: 23).
No sé si es consciente de ello o no, pero la tentación de la impureza sexual es una de las más difíciles de vencer porque lleva incorporada la capacidad de respuesta. Para fumar, es preciso comprar los cigarrillos. Para beber, hay que comprar licor; y lo mismo sucede con las drogas. Pero este no es el caso de los pecados de impureza sexual. Uno no tiene que ir a ningún lado o comprar cualquier cosa. Uno ya viene «equipado» para esta clase de pecados.
Por supuesto, el diablo es consciente de ello y, por esa razón, la tentación de impureza moral es quizá la más extendida en la sociedad.
Recuerde que Jesús dijo que no hace falta que una persona lleve a cabo una conducta sexual inadecuada para ser culpable. La persona que es vencida por el deseo sexual piensa en ello todo el tiempo. Quizá suene excesivamente simplista, pero el secreto para vencer la impureza sexual es no pensar en ella.
La vida en una sociedad con fácil acceso a la televisión, a Internet, a revistas, a música e, incluso, a las fotografías que adornan las paredes del lugar de trabajo —por no hablar de los chistes soeces que los compañeros de trabajo van contando todo el tiempo— hace que sea muy difícil evitar los pensamientos impuros.
Estoy seguro de que debe haber oído el dicho: «No puedes evitar que los pájaros revoloteen sobre tu cabeza, ¡pero puedes impedir que aniden en ella!». Aunque la tentación de tener pensamientos impuros esté en todo lo que nos rodea, de nosotros depende que se queden o no.
Un verano, cuando estudiaba en la universidad, estuve empleado como yesero. La empresa se dedicaba a la construcción de varios edificios de apartamentos en una población cercana. Tenía la sensación de que muchos de los trabajadores eran incapaces de pronunciar más de dos palabras seguidas sin que una fuera una grosería. Se pasaban el día explicando chistes subidos de tono.
Trabajar como yesero no es como trabajar en una oficina. Cuando llegaba a casa, tenía que quitarme la ropa de trabajo sucia y darme una ducha. Pero recuerdo especialmente que, además, tenía que sentarme y darme una «ducha mental» para deshacerme de todos los pensamientos impuros que asaltaban mi mente. Lo hacía leyendo la Biblia. (Basado en Mateo 5:28).
«¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra» (Sal. 119: 9).
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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