Sobre todo, que su fe sea el escudo que los libre de las flechas encendidas del maligno. Efesios 6:16.
Al pez sapo lo llaman, con toda razón, «el diablo marino». Se dice que tiene en su boca unos apéndices que parecen gusanos. Es así que, para comer, solo tiene que abrir la boca y esperar que los pececitos entren a ella en busca de los supuestos gusanitos.
¿No es esto lo mismo que hace el enemigo para hacernos caer? Nos presenta tentaciones atractivas que despiertan en nosotros el deseo de poseerlas. Una vez que nos colocamos en su terreno, poco es lo que podemos hacer para escapar de sus garras.
H. M. S. Richards ilustra esta realidad con la historia de un jovencito que miraba extasiado unas hermosas manzanas en una frutería. Mientras más las miraba, - más deseaba hurtarlas. Cuando el dueño de la tienda se dio cuenta de la situación, le llamó la atención dictándole:
—Oye, muchacho: ¿Estás tratando de robarte esas manzanas? —No —respondió—. Estoy tratando de no robarlas.
Muy interesante. Con solo alejarse de ese «fruto prohibido», la tentación habría perdido fuerza. Pero ahí seguía, en terreno enemigo, «tratando de no robarlas». ¿Cuál es la lección para nosotros? Por un lado, no nos coloquemos innecesariamente en territorio enemigo. Por el otro, asegurémonos de que en nuestra mente esté «instalado» el sistema de seguridad que le dio la victoria a nuestro Señor en el desierto de la tentación. Ante cada tentación, su respuesta fue: «Escrito está» (ver Mat. 4:1-11). Mientras Jesucristo se mantuviera «atrincherado» en las promesas de la Palabra de Dios, el enemigo nada podría hacer contra él. Por eso dicen las Escrituras que «el diablo se apartó de Jesús» (Mat. 4:11). Entonces los ángeles del cielo acudieron para servir a su Señor.
Por supuesto, para que un sistema de seguridad, o de alarma, funcione, primero necesita ser instalado. De la misma manera, para que la Palabra de Dios pueda servirnos de escudo contra los dardos del maligno (Efe. 6:16), primero tenemos que leerla, y atesorar sus preciosas promesas en nuestra mente. Entonces podremos decir al igual que el Salmista: «He guardado tus palabras en mi corazón, para no pecar contra ti» (Sal. 119:11).
Señor, ayúdame a atesorar las promesas de tu Palabra en mi corazón, de manera que cuando venga la tentación, yo pueda recordarlas.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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