Esfuérzate por presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse. 2 Timoteo 2:15, NVI
Si te ofrecieran tomar una droga que te garantizara una medalla de oro en los Juegos Olímpicos, a sabiendas de que esa misma droga te matará al cabo de cinco años, ¿la tomarías? Imagino que tu respuesta es un no rotundo. Eso es lo que yo también respondería.
Según informa Roy Adams, en un editorial de la Adventist Review («Take what you get», 27 de noviembre de 2008, p. 6), se le hizo esta pregunta a un grupo de atletas estadounidenses. ¡Alrededor de un cincuenta por ciento de los encuestados respondió afirmativamente! Estarían dispuestos a consumir una droga que les garantizara la medalla de oro, aunque esa droga les asegurara la muerte al cabo de cinco años.
¿Es que nos estamos volviendo locos o qué?
Quizás la explicación a esta locura hay que buscarla en el exagerado culto a la personalidad que reciben las súper estrellas del deporte y del espectáculo. Son idolatrados por las multitudes y reciben millones de dólares por exhibir sus habilidades y destrezas.
Peor aún, se les perdonan sus excesos, sus desaires e incluso sus pecados. Un buen ejemplo lo encontramos en el caso de Tiger Woods, el mejor golfista del mundo. Cuando salieron a relucir sus «travesuras» sexuales y la descarada infidelidad hacia su esposa, un periodista de la cadena ESPN preguntó a un analista deportivo que debía hacer Woods para que el público lo perdonara. La respuesta del analista no pudo ser más ilustrativa. Parafraseo sus palabras: «Para ganar nuevamente el favor del público, Tiger tiene que volver a ganar. Recordemos el caso de Alex Rodríguez. Hace poco el público lo condenó por usar sustancias prohibidas, y al poco tiempo lo aplaudió por contribuir al triunfo de los Yanquis de Nueva York en la serie mundial [de 2009]».
Es decir, el público perdonará lo malo que la celebridad haga siempre y cuando triunfe en el mundo del espectáculo. ¡Qué escala de valores tan torcida!
Apreciado joven, estimada jovencita, no te dejes cautivar por el aplauso popular, ni por las promesas de fama, dinero y placer que el mundo ofrece. Nada en esta vida supera el gozo de la obediencia y la paz de una conciencia limpia. Nada se compara con el aplauso de Dios.
Padre mío, ayúdame a vivir hoy para agradarte a ti, no al mundo.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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