«Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte a su debido tiempo» (1 Pedro 5:6).
Cuando mi esposa y yo damos un paseo por el vecindario, pasamos junto a un mandarinero. Las mandarinas tienen un aspecto muy tentador: son redondas, de color naranja brillante y abundantes. En varias ocasiones he alargado la mano y he tomado una mandarina con la esperanza de que fuera dulce y jugosa. Sin embargo, cada vez la recompensa es un sabor amargo y ácido. El árbol, que obviamente es viejo, ha vuelto al estado silvestre y sus frutos son incomestibles. Más de una vez he caído en la tentación de tomar una mandarina; pero, indefectiblemente, acabo arrojándola con desagrado. Las cosas no siempre son lo que parecen.
Tenga en cuenta la historia que Jesús contó de los dos adoradores: un fariseo y un publicano. Los fariseos pertenecían a una secta estricta del judaísmo y los publícanos eran recaudadores de impuestos menospreciados por todos, judíos que cooperaban con los romanos para obtener un beneficio personal. A simple vista, nos encontramos ante el principio de una historia de un hombre bueno contra otro malo, de un justo contra un pecador. ¿Pero quién es quién? Recuerde, las cosas no siempre son lo que parecen.
Jesús dijo que ambos adoradores subieron a la colina del templo para orar. El fariseo fue al templo para que la gente lo viera orar, el publicano fue con la esperanza de que nadie se apercibiera de su presencia entre la multitud; el fariseo fue para guardar las apariencias, el publicano fue para hacer una petición.
Los destinatarios de esta parábola de Jesús eran una clase determinada de personas. A esas personas les gustaba la santurronería y estaban orgullosas de ello. Se dio cuenta de cómo trataban a quienes consideraban que pertenecían a una clase inferior. Vio su arrogancia incluso cuando pretendían adorar. Sabía que hacían gala de ello para impresionar a Dios y a los hombres.
Dios es el Dios de los encumbrados y de los humildes. «Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad y cuyo nombre es el Santo: "Yo habito en la altura y la santidad, pero habito también con el quebrantado y humilde de espíritu, para reavivar el espíritu de los humildes y para vivificar el corazón de los quebrantados"» (Isa. 57:15).
Ser humilde no significa pensar menos en uno mismo que en los demás y tampoco tiene nada que ver con tener una baja opinión de los propios dones. Es la libertad de pensar en uno mismo del modo que sea. Basado en Lucas 18:9-14.
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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