Este mensaje es digno de crédito y merece ser aceptado por todos: que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero (1 Timoteo 1:15).
En el año 1847, el doctor James Simpson, de Escocia, descubrió que el cloroformo podía utilizarse como anestésico, permitiendo que los pacientes soportaran las operaciones quirúrgicas sin dolor. Muchos médicos reconocieron que aquel era un avance muy importante en la medicina de su tiempo.
Años más tarde, Simpson daba una conferencia en la Universidad de Edimburgo. Un estudiante le preguntó cuál creía que era el descubrimiento más valioso de su carrera. Por supuesto, todos los presentes esperaban que mencionara el cloroformo. Sin embargo, el médico respondió: «Mi descubrimiento más valioso fue saber que yo era pecador y que Jesucristo era mi Salvador».
Una actitud de humildad como esa fomenta el crecimiento cristiano; mientras que el orgullo, lo opuesto a la humildad, detiene definitivamente el desarrollo espiritual e, incluso, lo destruye. La parábola del fariseo y el publicano nos enseña esto. Respecto al primero, el Comentario bíblico adventista, en su referencia a Lucas 18:8, dice: «El concepto farisaico, legalista, de la justicia, se basaba en la suposición de que la salvación debía ganarse observando ciertas reglas de conducta, y casi no prestaba atención a la necesaria consagración del corazón a Dios y a la transformación de los motivos y de los propósitos en la vida. El concepto de que la conformidad externa a los requerimientos divinos era todo lo que Dios pedía, sin considerar el motivo que impulsaba a cumplirlos, daba forma a su manera de pensar y de vivir».
¡Cuán orgulloso estaba el fariseo de sus realizaciones en nombre de la piedad! El viento helado del orgullo lo envolvía mientras se encontraba allá, solo, en el monte de la justicia propia. Solo, porque el orgulloso cree que no necesita a Dios. En eso consiste el pecado del orgullo. Nos separa de la única fuente de justicia y misericordia, haciendo imposible que seamos misericordiosos con los demás. A diferencia del doctor Simpson, el fariseo no había hecho todavía el descubrimiento más importante y valioso de la vida: que era pecador y que Jesucristo es el único Salvador. El Comentario bíblico añade: «Está agradecido de que mediante su esfuerzo diligente se ha mantenido estrictamente dentro de la letra de la ley, pero parece desconocer totalmente el espíritu que debe acompañar a la verdadera obediencia para que sea aceptable a Dios»; es decir, la humildad y el amor.
¿Ya aceptaste tu condición pecaminosa? Por extraño que parezca, muchos no han hecho todavía el descubrimiento más valioso de la vida. ¿Tú sí?
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
¿Sabías que..? Relatos y anécdotas para jóvenes
Por Félix H. Cortez
En el año 1847, el doctor James Simpson, de Escocia, descubrió que el cloroformo podía utilizarse como anestésico, permitiendo que los pacientes soportaran las operaciones quirúrgicas sin dolor. Muchos médicos reconocieron que aquel era un avance muy importante en la medicina de su tiempo.
Años más tarde, Simpson daba una conferencia en la Universidad de Edimburgo. Un estudiante le preguntó cuál creía que era el descubrimiento más valioso de su carrera. Por supuesto, todos los presentes esperaban que mencionara el cloroformo. Sin embargo, el médico respondió: «Mi descubrimiento más valioso fue saber que yo era pecador y que Jesucristo era mi Salvador».
Una actitud de humildad como esa fomenta el crecimiento cristiano; mientras que el orgullo, lo opuesto a la humildad, detiene definitivamente el desarrollo espiritual e, incluso, lo destruye. La parábola del fariseo y el publicano nos enseña esto. Respecto al primero, el Comentario bíblico adventista, en su referencia a Lucas 18:8, dice: «El concepto farisaico, legalista, de la justicia, se basaba en la suposición de que la salvación debía ganarse observando ciertas reglas de conducta, y casi no prestaba atención a la necesaria consagración del corazón a Dios y a la transformación de los motivos y de los propósitos en la vida. El concepto de que la conformidad externa a los requerimientos divinos era todo lo que Dios pedía, sin considerar el motivo que impulsaba a cumplirlos, daba forma a su manera de pensar y de vivir».
¡Cuán orgulloso estaba el fariseo de sus realizaciones en nombre de la piedad! El viento helado del orgullo lo envolvía mientras se encontraba allá, solo, en el monte de la justicia propia. Solo, porque el orgulloso cree que no necesita a Dios. En eso consiste el pecado del orgullo. Nos separa de la única fuente de justicia y misericordia, haciendo imposible que seamos misericordiosos con los demás. A diferencia del doctor Simpson, el fariseo no había hecho todavía el descubrimiento más importante y valioso de la vida: que era pecador y que Jesucristo es el único Salvador. El Comentario bíblico añade: «Está agradecido de que mediante su esfuerzo diligente se ha mantenido estrictamente dentro de la letra de la ley, pero parece desconocer totalmente el espíritu que debe acompañar a la verdadera obediencia para que sea aceptable a Dios»; es decir, la humildad y el amor.
¿Ya aceptaste tu condición pecaminosa? Por extraño que parezca, muchos no han hecho todavía el descubrimiento más valioso de la vida. ¿Tú sí?
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