El que cree en el Hijo tiene vida eterna. Juan 3:36.
Quienes son verdaderamente hijos de Dios, son creyentes, no escépticos ni gruñones crónicos... A lo largo de la historia y en cada nación, los que creen que Jesús puede y quiere salvarlos personalmente del pecado, son los elegidos y escogidos de Dios; son su tesoro peculiar...
Por medio del Espíritu Santo, el Señor ha abierto gentilmente a nuestro entendimiento ricas verdades, y debiéramos responder a esto con obras correspondientes de piedad y devoción, en armonía con los privilegios y ventajas superiores que se nos han otorgado. El Señor espera para ser deferente para con su pueblo, para darles un conocimiento mayor de su carácter paternal, de su bondad, su misericordia y su amor. Espera para mostrarles su gloria; y si ellos prosiguen a conocer al Señor, sabrán que sus salidas son tan seguras como la mañana.
El pueblo de Dios no ha de sostenerse en terreno común, sino sobre el terreno santo de la verdad evangélica. Ha de mantenerse al paso con su líder, mirando continuamente a Jesús, el Autor y Consumador de su fe, marchando hacia adelante y hacia arriba, sin tener comunión con las obras infructuosas de las tinieblas...
Es el privilegio de los hijos de Dios ser librados del control de los deseos de la carne, y preservar su peculiar carácter celestial, que los distingue de los amantes del mundo. Están separados del mundo en su gusto moral, sus hábitos y costumbres. ¿Quiénes son los hijos de Dios? Son miembros de la familia real, y de una nación real, un pueblo peculiar, que muestra las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable...
¿Acaso aquellos a quienes se nos han encomendado los tesoros de la verdad, no consideraremos las ventajas superiores de luz y privilegio que han sido compradas para nosotros por el sacrificio del Hijo de Dios en la cruz del Calvario? Hemos de ser juzgados por la luz que se nos ha dado, y no podemos encontrar excusa para atenuar nuestra conducta. El Camino, la Verdad y la Vida ha sido colocado ante nosotros...
Hemos de colocar nuestra voluntad de parte de la voluntad del Señor, y determinar firmemente que por su gracia estaremos libres de pecado.— Review and Herald, 1 de agosto de 1893.
Tomado de Meditaciones Matutinas para adultos
Desde el Corazón
Por Elena G. de White
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