Ningún hombre ni mujer haga más para la ofrenda del santuario. Así se le impidió al pueblo ofrecer más. Éxodo 36:6.
Bajo el sistema judío, se requería del pueblo que cultivara un espíritu de generosidad, tanto para sostener la causa de Dios como para suplir las necesidades de los pobres. En la cosecha y la vendimia, las primicias del campo —el maíz, el vino y el aceite— debían ser consagrados como ofrendas al Señor. El espigueo y los extremos de los sembrados estaban reservados para los pobres. Las primicias de la lana cuando se trasquilaban las ovejas, del grano cuando se apartaba el grano de la paja del trigo, habían de ser ofrecidas al Señor; y en la fiesta se ordenaba que se invitara a los pobres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros. Al final de cada año se requería de todos que hicieran un solemne juramento respecto de si habían obedecido o no el mandato de Dios.
Dios había hecho este arreglo para inculcar en el pueblo que él debía ser el primero en todo asunto. Por este sistema de benevolencia, se les recordaba que su gentil Señor era el verdadero propietario de sus terrenos, sus rebaños y sus manadas, que el Dios del cielo les enviaba el sol y la lluvia para su siembra y su cosecha, y que todo lo que poseían era creado por él. Todo era del Señor, y él los había hecho mayordomos de sus bienes.
La generosidad de los judíos en la construcción del tabernáculo mostró un espíritu de benevolencia que no ha sido igualado por el pueblo de Dios en ninguna fecha posterior. Los hebreos habían sido liberados recientemente de su largo cautiverio en Egipto, eran vagabundos en el desierto; pero apenas habían sido librados de los ejércitos de los egipcios que los persiguieron en su apresurado trayecto, cuando la palabra de Dios vino a Moisés: "Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda; de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda" (Éxo. 25:2)...
Todos dieron gustosamente, no una cierta porción de su ganancia, sino una gran porción de sus posesiones actuales. La dedicaron alegremente y de corazón al Señor. Al hacer esto lo honraron. ¿Acaso todo no era de él? ¿No les había dado él todo lo que poseían? Si él lo pedía, ¿no era su deber darle al prestamista lo que era suyo? No era necesaria la insistencia. El pueblo trajo más de lo requerido; y se les dijo que desistieran, porque ya había más de lo que podía utilizarse.— Review and Herald, 17 de octubre de 1882.
Tomado de Meditaciones Matutinas para adultos
Desde el Corazón
Por Elena G. de White
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