Una voz del cielo decía: «Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él» (Mateo 3: 17).
La noche del 4 de noviembre de 2008 no pude irme a dormir temprano. ¿Cómo podía, si era testigo de uno de los momentos más significativos de la historia creciente? Esa noche se decidía la épica contienda electoral que había enfrentado a dos grandes hombres, John McCain y Barack Obama, por la presidencia de los EE. UU.
La contienda ocurría en un momento crítico. Estados Unidos se enfrentaba a la peor crisis económica en muchas décadas, después de involucrarse en conflictos armados con Iraq y Afganistán. Sin embargo, estas circunstancias particularmente difíciles daban más poder a la pregunta que había cautivado a la nación, y al mundo entero: ¿Sería posible que una persona de piel oscura fuera elegida como presidente de la nación? La Constitución del país y los logros del movimiento a favor de los derechos civiles de los afroamericanos (1955-1968) garantizaban que eso fuera posible. Sin embargo, una gran cantidad de personas, incluidos muchos ciudadanos de color, creían que los prejuicios harían imposible que sucediera en la práctica lo que la ley garantizaba. Cuando Barack Obama fue nombrado presidente, la nación y el mundo supieron que sí, que era cierto que blancos y negros tenían los mismos privilegios y oportunidades.
Casi a la media noche, las lágrimas rodaron por mis mejillas cuando leí el artículo «And Then They Wept» [Y entonces, lloraron] en el New York Times. En el texto, Charles M. Blow explicó con fuerza el significado de la victoria de Obama: «La historia registrará esta noche como la noche en que las almas de la gente negra [...] lloraron y rieron, gritaron y bailaron, liberando una emoción reprimida durante cuatrocientos años». Obama incorporaba en su persona la victoria de todo un pueblo y la aspiración de cada uno de sus individuos.
Algo similar pasó cuando Jesús obtuvo la victoria en la cruz. Dios había anunciado un plan de salvación para el hombre, pero el universo, y los hombres mismos, creían que era imposible que el hombre, pecador, traidor y degradado, fuera restituido a la comunión del cielo. Sin embargo, Cristo se hizo hombre, venció el pecado y demostró que la restauración del ser humano era posible.
Cuando Dios aceptó a Jesús como su Hijo, nos aceptó a todos los seres humanos. Cuando lo instaló a su diestra en el trono celestial, Jesús incorporó en su propia persona la victoria de la humanidad y la aspiración de cada uno de sus individuos.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
¿Sabías que..? Relatos y anécdotas para jóvenes
Por Félix H. Cortez
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