Alaba, alma mía, al Señor; alabe todo mi ser su santo nombre. Alaba, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios. Él perdona todos tus pecados y sana todas tus dolencias; él rescata tu vida del sepulcro y te cubre de amor y compasión; él colma de bienes tu vida y te rejuvenece como a las águilas. Salmo 103:1-5.
¿Recuerdas que en la meditación del 2 de febrero te platiqué sobre la «casa del tío chueco»? Era uno de los tantos lugares de entretenimiento de un parque de atracciones que visité en una ocasión. La singularidad de aquella casa consistía en que, debido a una ilusión óptica, todos los que entrábamos en ella veíamos los objetos del interior como si estuvieran inclinados. Eso nos hacía caminar con inseguridad, pues nuestro sentido del equilibrio resultaba afectado. Posiblemente lo que veíamos tenía como explicación alguna ley de la física que desconocíamos por completo.
En la vida cristiana, a veces sucede algo parecido. Debido a un mal enfoque del evangelio de Cristo, tenemos una visión distorsionada de la relación que deberíamos tener con Dios. Por causa de tal enfoque incorrecto corremos el peligro de alejarnos de Dios y perder de vista cuál es su voluntad para nosotras. La percepción juega un papel fundamental en nuestra vida religiosa.
A veces tenemos la peligrosa impresión de que somos mejores que los demás y pensamos cosas como: «Soy rico; me he enriquecido y no me hace falta nada» (Apoc. 3:17). Esto nos lleva a creer que por nuestros propios méritos podemos tener acceso a la salvación, y nos llenamos de soberbia y orgullo, construyendo un evangelio a nuestra medida. Esta es una percepción equivocada, que nos hará mirar de forma desequilibrada muchas otras cosas también.
Si tuviéramos un poco de humildad podríamos escuchar la voz de Dios que nos dice: «Pero no te das cuenta de que el infeliz y miserable, el pobre, ciego y desnudo eres tú» (Apoc. 3:17).
Amiga, no olvidemos de dónde nos ha tomado Dios, y si hay algo de lo cual podamos sentirnos orgullosas, que sea siempre para la gloria de Dios. Fueron el gran amor de Dios y su gracia infinita los que nos pusieron a salvo de la destrucción eterna. Es por su misericordia que tenemos vida y es por su sacrificio de amor en la cruz que somos candidatas a heredar el reino de los cielos y la vida eterna.
Tomado de Meditaciones Matutinas para la mujer
Aliento para cada día
Por Erna Alvarado
No hay comentarios:
Publicar un comentario