La meditación persistente sugiere argumentos contra las decisiones. Auguste Rodin
Hubo una vez un monje que quería dedicarse a la vida contemplativa, alejado de las distracciones mundanales. Para eso contó con el apoyo de una mujer que le facilitó una choza y se encargó de que no le faltara nada. Transcurridos veinte años, la mujer, ya anciana, se preguntaba qué avances habría realizado su huésped, y decidió ponerlo a prueba. Contrató a una joven para tentarlo. Una noche, la muchacha entró en la choza y encontró al monje meditando. Se acercó a él y comenzó a acariciarlo. Cuando logró captar su atención, le preguntó: “¿Qué hacemos ahora?” El monje se encolerizó, tomó una escoba y echó a la muchacha.*
¿Podría haber hallado este monje otras maneras de no ceder a la tentación sin ahuyentar a la joven? Sí, pero no fue capaz de ver más allá de sí mismo para llevar una palabra de salvación. Tantos años no le habían servido para nada, porque tenía un concepto utilitario de la religión. Como nos pasa a veces a todas nosotras, él se valía de la religión para exaltar su ego o colocarse en un pedestal. Pero esta no es la razón de ser del mensaje de Cristo. Jesús oró, meditó y ayunó pero no para alcanzar una soberbia espiritual, sino para renovar su compasión y su vocación de salvar almas. El vivió una vida dedicada al servicio y ese cristianismo enfocado en el amor al prójimo es el que nos ha transmitido.
Nuestra fortaleza viene de Dios, no de nuestros esfuerzos por obtenerla. Si el tiempo que dedicamos a la meditación no nos saca de nosotras mismas para llevamos a reparar en las necesidades ajenas, para convertimos en instrumentos en las manos del Señor para llegar a otros, seguiremos siendo tan débiles como éramos antes de meditar. Toda religiosidad que nos lleve a la contemplación pasiva y egocéntrica, al autoengaño de creemos más santos que los demás, se aleja de la religión de Cristo.
En una ocasión, Jesús había estado orando y meditando en el Monte de los Olivos y de ahí fue al Templo, donde tuvo que vérselas con una mujer adúltera. El único sin pecado podía haber echado a aquella pecadora a escobazos, o haberse alejado de ella para no verse comprometido ni tentado; sin embargo, simplemente le dio una palabra de vida eterna (ver Juan 8:1-11).
* G. Francis Xavier, 101 historias inspiradoras (México D.F.: Panorama, 2012), pp. 21, 22.
“Quiera él agradarse de mi meditación; yo, por mi parte, me alegro en el Señor” (Sal. 104:34, NVI).
Tomado de Lecturas Devocionales para Damas 2016
ANTE TODO, CRISTIANA
Por: Mónica Díaz
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