Prefiero el bastón de la experiencia al carro rápido de la fortuna. Pitágoras
Mucha gente enfoca su vida hacia un futuro momento de grandeza, como hacer un descubrimiento científico, batir un récord, ganar la lotería o una competición deportiva… en definitiva, hacer algo que deje huella. Y aunque no hay nada de malo en soñar en grande o tener metas elevadas, este tipo de grandeza que dura un momento y luego se pasa difícilmente puede llenar las necesidades del alma. El aplauso o la consecución de un deseo son momentos puntuales en la vida que no constituyen la verdadera grandeza; en todo caso, grandezas pasajeras.
La verdadera grandeza tiene que ver con los pequeños logros del día a día: el desarrollo consciente de un carácter equilibrado, la ardua lucha por superar nuestras imperfecciones, la decisión continua de mantener la fe, la constancia en mostrar amor en cada detalle, la fidelidad en las cosas pequeñas, la superación de dificultades en las relaciones personales, la constancia y la dedicación a la familia, a la iglesia y al trabajo… La mayoría de nosotras somos personas sencillas que nunca llegaremos a ser el próximo Premio Nobel, pero sí podemos tomar día a día decisiones que nos conviertan en heroínas de la fe. No se trata de ser una supermamá, sino una mamá dedicada; no se trata de tener la casa más bonita, sino una en la que tus hijos se sientan felices de pasar su tiempo; no se trata de ser la mejor en la empresa, sino la que se esfuerza en ayudar a los demás y mejorar constantemente. Se trata de labrar nuestro destino segundo a segundo.
Somos personas en transición, cuya meta en la vida ha de ser desarrollar un carácter idóneo para el cielo. Teniendo siempre presente este propósito último, se presenta ante nosotras el reto de buscar formas de seguir creciendo y mejorando, personalmente y en influencia positiva sobre los demás. Para ello contamos con el ancla más segura: los sólidos principios de la Palabra de Dios.
La receta de la verdadera grandeza se encuentra en Gálatas 5:22: “Amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” día a día. Esta grandeza no es cosa de un momento, sino fruto del Espíritu, es decir, de la dependencia de Dios acompañada de una rutina bien enfocada.
“El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gál. 5:22, 23, RV95).
Tomado de Lecturas Devocionales para Damas 2016
ANTE TODO, CRISTIANA
Por: Mónica Díaz
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