Porque Jehová conoce el camino de los justos; mas la senda de los malos perecerá. Salmo 1:6.
Isaac y Rebeca vivieron juntos una vida feliz y satisfecha. Su devoción a Dios y el amor del uno por el otro crecía a medida que pasaban los años. Pero, había un problema. No tenían hijos. Cuando habían transcurrido 19 años y todavía no les había nacido ningún bebé, Isaac presentó el problema al Señor. Sabía que la promesa de un hijo podría ser cumplida solo por el Único que la había dado.
En un año, un ángel descendió y le contó un secreto a Rebeca. No tendría un niño, sino mellizos. Y luego el ángel hizo un anuncio extraño. El primogénito no sería el hijo prometido. Ambos llegarían a ser cabeza de naciones, pero el segundo hijo sería el niño prometido y el antepasado de Cristo.
Cuando los pequeños finalmente nacieron, fue obvio que no eran mellizos idénticos. Esaú, el primogénito, era todo peludo, mientras que Jacob, el menor, casi no tenía bello.
Cuando crecieron, no era difícil diferenciarlos, no solo por cómo se veían sino también por sus acciones. Esaú era más temerario y aventurero. Amaba correr y juguetear en las montañas y el desierto, y pronto empezó a cazar. La emoción de atrapar bestias salvajes lo entusiasmaba. Odiaba estar sentado por mucho tiempo para hacer el culto. Las devociones lo aburrían. Era impaciente y quería ponerse en marcha. No tenía tiempo para esperar el futuro.
Jacob era más tranquilo y atento. Prefería quedarse en casa y ayudar con los quehaceres. Estaba dispuesto a escuchar cualquier cosa que su padre o su madre tuvieran que decir. El culto religioso era un deleite para él. Particularmente, amaba escuchar acerca de las promesas de Dios. Planificar para el futuro era muy importante para él.
Como Caín y Abel antes de ellos, las elecciones que hicieron temprano en sus vidas los separaron más y más a medida que pasaban los años. El hecho de que uno fuera audaz y el otro más tranquilo no hacía ninguna diferencia con Dios. Lo que marcaba la diferencia era que uno quería ser su amigo y el otro no. Los rasgos de personalidad no son los que determinan el resultado final a la vista de Dios. El puede usar a todo tipo de gente, siempre y cuando esté dispuesta a amarlo y serle obediente. Jacob reconoció cuánto lo amaba Dios, lo que hizo que quisiera serle obediente. Esaú consideraba otras cosas en la vida como más importantes y no le importaba cuánto Dios lo amaba.
Dios amaba a ambos por igual, pero solo uno eligió disfrutar ese amor.
Tomado de devoción matutina para menores 2016
¡GENIAL! Dios tiene un plan para ti
Por: Jan S. Doward
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