«Caleb hizo callar al pueblo que estaba ante Moisés, y dijo: "¡Pues vamos a conquistar esa tierra! ¡Nosotros podemos conquistarla!"». Números 13:30
-Al fin, el pueblo de Israel se encontraba cerca de las fronteras de la tierra prometida -inició la mamá esa mañana—. Algunos sugirieron enviar espías para reconocer la tierra. Moisés consultó con Dios y dio la autorización para hacerlo. Dijo que escogieran uno de los hombres principales de cada tribu para que fueran a inspeccionar la tierra. Pronto los doce hombres salieron a la peligrosa misión.
—¡Qué valientes! -comentó Mateo.
-El pueblo esperaba con ansias su regreso —continuó la mamá-.
Pasaron cuarenta días cuando por fin los vieron llegar. La voz se corrió rápidamente y el pueblo salió a recibirlos. Estaban asombrados de que todos estuvieran bien y, sobre todo, al ver la muestra de frutas que crecían en aquellos lugares. Dos hombres cargaban un racimo de uvas grande y pesado.
-No me puedo imaginar eso -comentó Mateo.
-El informe que dieron era cierto -siguió hablando la mamá—.
Dios había dicho que los introduciría a una tierra en la que fluía leche y miel, refiriéndose a la abundancia y riqueza que había en aquel lugar. El racimo de uvas era una prueba de ello.
-Se me antoja comer uvas -comentó Susana.
-Todos guardaron silencio para escuchar el informe, pero el informe fue negativo. La mayoría de los espías dijeron que eran tierras muy peligrosas, habitadas por hombres muy fuertes y que las ciudades estaban fortificadas, así que no podrían conquistarlas. Solo Caleb y Josué animaron al pueblo a seguir adelante y conquistar aquella tierra, porque Dios los acompañaría y no tenían nada que temer. Nosotros no debemos temer ante los gigantes de este mundo porque Dios está para ayudarnos a conquistarlos. Debemos confiar en él -concluyó la mamá.
¿Sabías qué?
Los descendientes de Anac eran gigantes y habitaban en Canaán.
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