-Siguiendo las indicaciones de Dios -inició el padre el culto—, Moisés reunió al pueblo para dirigirles las últimas recomendaciones. Moisés tenía ya ciento veinte años y su rostro reflejaba una santa luz del cielo; su mirada era clara, su porte erguido a pesar de la edad. Se dirigió al pueblo que tanto amaba, por el que le había dicho a Dios que quitara su nombre del libro de la vida si no lo perdonaba.
—¡Cuánto amor por una gente tan egoísta! -comentó Susana.
-Se portaron muy mal con él -secundó Mateo.
-Realmente fueron muy ingratos, pero ahora veían con mucho respeto a su líder que pronto iba a morir. Sentían mucho su partida porque reconocían que él había pecado por culpa de ellos. Ahora que lo escuchaban, sabían que era la última vez, así que mostraron respeto y admiración hacia ese hombre que había dedicado cuarenta años a conducirlos a través del desierto, sufriendo junto con ellos lo que él no merecía.
—Qué triste tuvo que ser para él despedirse de su pueblo -comentó Mateo—. Él deseaba entrar en la tierra prometida.
-Sí, fue triste, pero aquel día, con profunda emoción, les recordó la misericordia y el amor de su gran Protector, el Dios del cielo, que durante años los había acompañado mediante la nube de día y la columna de fuego de noche. Un Dios amante que les proporcionó alimento celestial cada mañana. Así que todos escucharon atentos, incluso los más pequeños. Dios había sido bueno en gran manera con ellos y debían tener la seguridad de que seguiría siéndolo. Nosotros también debemos tener la seguridad de que Dios es bueno -finalizó el papá.
¿Sabías qué?
Moisés descanso en el monte Nebo.
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