No presentaré al Señor mi Dios holocaustos que no me hayan costado nada. 2 Samuel 24:24
¿Qué aprecias más cuando recibes un regalo? ¿La calidad? ¿El precio? ¿La necesidad que suple? Para ayudarte a responder esta pregunta, piensa en un regalo que ocupe un lugar especial en tu corazón.
Uno de mis escritores favoritos, Lewis Smedes, cuenta que cierto día estaba llegando a su casa con su esposa Doris, cuando vio una caja que el correo había dejado en la entrada. Cuando la abrió, encontró dentro de ella una hermosa manta, de color blanco, tejida a mano. El regalo había sido enviado por Sue, una amiga de ellos que habían conocido hacía treinta años. En la misma caja encontraron una nota que decía: «Cada milímetro de esta manta ha sido tejido con amor» (A Pretty Good Person [Una persona bastante buena], p.13).
¿Qué crees que Lewis valoró más del regalo de su amiga Sue? ¿El costo monetario? Lo que Lewis más apreció fue que en ese regalo venía «un pedacito» de la vida de su amiga Sue. El tiempo que ella dedicó para tejerla, el cariño con que la tejió y los recursos que invirtió transmitieron a Lewis un mensaje inconfundible: en el verdadero regalo recibimos parte de la vida de quien lo da.
Quizás por esta misma razón el rey David, cuando se propuso edificar un altar a Dios para dedicar allí una ofrenda (ver 2 Sam. 24), expresó las palabras de nuestro versículo para hoy: «No presentaré al Señor mi Dios holocaustos que no me hayan costado nada». El verdadero regalo siempre tiene un costo, no para el que lo recibe, sino para quien lo da.
De acuerdo a esta forma de «medir» el valor de un regalo, ¿podrías pensar ahora en un regalo en el que hayas recibido «un pedacito» de la vida de quien te lo obsequió?
Y ahora me permito hacerte la pregunta más importante: Si el verdadero regalo tiene un costo para el que lo da, y nos trae «un pedacito» de la vida de esa persona, ¿cuál es el mayor regalo que tú y yo hemos recibido alguna vez? Sin lugar a dudas, ese regalo es Jesucristo, el Tesoro más precioso del cielo, quien en la cruz entregó su vida por amor a ti y a mí.
Gracias, Padre por el maravilloso regalo de tu hijo amado.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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