Oh Dios, examíname [...]; mira si voy por el camino del mal, y guíame por el camino eterno. Salmo 139:23,24.
No puedo evitar una sonrisa cada vez que recuerdo un incidente que se produjo en una de las iglesias que dirigí en mis primeros años de pastor.
Sucedió durante un culto de oración, un miércoles de noche, en la iglesia principal del distrito. La iluminación del lugar no era buena, y le correspondía hacer los anuncios al anciano de turno. El buen hombre dijo lo que tenía que decir, pero cuando quiso sentarse, por alguna razón calculó mal el sitio donde había quedado su silla. Al darse cuenta de que había calculado mal, mientras caía hacia atrás instintivamente buscó algo a lo que agarrarse. Logró asirse de una silla vacía, pero el impulso que llevaba era tan fuerte que la silla no pudo detener la caída. Al caer, con su cabeza golpeó un florero. Las flores se dispersaron, el agua se derramó y ya puedes imaginar la escena.
Cuando se restableció la calma, nuestro hermano, con ese humor que siempre lo caracterizaba, nos reservó lo mejor para el final. Poniéndose de pie, tomó el micrófono y, como si nada hubiese ocurrido, dijo riéndose: «¡Ese diablo sí que tiene cosas!».
Para él, el diablo era el culpable de lo que le había pasado. Este incidente nos hace reír, pero también nos recuerda parte de la herencia que nos dejaron nuestros primeros padres. Adán culpó a Eva por haber comido del fruto prohibido (ver Gen. 3:12). Por su parte, Eva culpó a la serpiente (vers. 13). Y desde entonces nos hemos especializado en buscar chivos expiatorios para justificar nuestras caídas. Tiene razón Erica Jong cuando escribe: «¡Qué bueno es tener a alguien a quien culpar!».
Es así como culpamos a nuestros padres por nuestros defectos de carácter; a los profesores por las malas calificaciones; al novio o a la novia, por nuestros problemas sentimentales; a los amigos, las suegras, los pastores, los gobernantes... y a todo el que se nos cruce, por los desastres que nosotros mismos hemos causado.
Una clara señal de que estás madurando como persona se manifiesta cuando te haces responsable de tus errores. Cuando reconoces que has fallado y te propones hacer mejor las cosas. Es de humanos errar, y de sabios rectificar. Y lo que es aún más importante: recuerda que tu Padre celestial estará siempre a tu lado para ayudarte.
Capacítame, Señor, para responder por mis errores y para corregirlos a tiempo.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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