«Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho» (1 Juan 5:14-15).
Piense en la peor de las enfermedades que se conocen hoy día: eso es lo que pensaba la gente de los tiempos bíblicos sobre la lepra. De hecho, se consideraba que la lepra era un castigo divino por algún terrible pecado que hubiera cometido la persona.
En realidad, todas las enfermedades son, a la vez, el resultado y símbolo del pecado. Todo empezó en Edén, con Adán y Eva desobedeciendo a Dios. Y desde entonces, el diablo ha acumulado en nosotros enfermedad sobre enfermedad. Pero la lepra era una enfermedad que despertaba un temor especial. Estaba tan asociada al pecado que quien la padecía tenía que separarse completamente de todo lo santo y era considerado impuro.
La gente creía que esta enfermedad procedía de la mano de Dios y, por lo tanto, solo él podía quitarla. La capacidad de curar la lepra era una de las señales del Mesías (ver Mat. 11:5). El rey de Israel preguntó: «¿Soy yo Dios, que da vida y la quita, para que este me envíe a un hombre a que lo sane de su lepra?» (2 Rey. 5:7).
Se consideraba que la lepra era incurable a menos que Dios interviniera. Por esa razón, un leproso nunca acudía a un médico para que lo sanara. ¿Qué podría hacer el médico si la curación era obra de Dios? En su lugar, el sacerdote, el ministro del Señor, tenía la responsabilidad de examinar al presunto leproso y declararlo puro o impuro. Si el sacerdote veía evidencias de enfermedad, la persona era declarada impura. Si no percibía ninguna evidencia, la persona podía volver a su casa.
¿Se imagina qué era levantarse una mañana y descubrir que se padecía la lepra? El leproso tenía que abandonar de inmediato la casa y la familia, tenía que vivir fuera de la ciudad, con los enfermos incurables y, cada vez que pasaba cerca de una persona sana, tenía que gritar: «¡Impuro!».
De hecho, todos sufrimos la lepra del pecado. Somos impuros y tenemos que permanecer apartados de las cosas santas. La ley de Dios, como el sacerdote, nos puede mostrar que somos impuros, pero no nos puede curar. Jesús puede hacer lo que para la ley es imposible (Rom. 8:3). Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, quita el pecado, nos limpia y nos declara sanos. Ya no somos impuros. Demos gracias a Dios por Jesús, el Gran Médico. Basado en Mateo 8: 1-4
Tomado de Meditaciones Matutinas
Tras sus huellas, El evangelio según Jesucristo
Por Richard O´Ffill
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