Señor [...] ¡dame entendimiento, conforme a tu palabra! Salmo 119:169.
Si solo tuvieras dos minutos para brindar esperanza a alguien desanimado ¿qué dirías? ¿Qué puedes decir en dos minutos de manera que tus palabras alienten un corazón?
Este fue el desafío que enfrentó Abraham Lincoln cuando participó en la ceremonia de dedicación del Cementerio Nacional para Soldados de la ciudad de Gettysburg. Era el 19 de noviembre de 1863, poco después de la batalla de Gettysburg, durante la Guerra Civil norteamericana, en la que ya habían muerto miles de soldados.
El caso es que Lincoln, aunque era el presidente de la nación, no había sido invitado a la ceremonia. Y cuando avisó que iría, el orador principal ya había sido seleccionado. Es así que, por pura cortesía, le pidieron que «dijera algunas palabras» apropiadas para la ocasión.
¿Y quién sería el orador principal del evento? Nada menos que Edward Everett, el mejor de su clase. Cuentan los historiadores que ese día el discurso de Everett duró una hora y 57 minutos, y usó 13,609 palabras. Cuando terminó de hablar, la multitud le brindó una gran ovación.
Entonces vino el turno de Lincoln. ¡Vaya problema! Tener que hablar después del soberbio discurso de Everett. «Hace ochenta y siete años —comenzó diciendo— nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas son iguales...».
Su discurso duró poco más de dos minutos. Menos de trescientas palabras. Pero cuando Lincoln tomó asiento, el tiempo pareció detenerse.
¿De qué habló Everett ese día? Nadie se acuerda. El discurso de Lincoln, en cambio, es hoy considerado uno de los más grandes de la historia. Y solo le tomó... poco más de dos minutos.
Dos minutos que nos enseñan la gran lección de que en esta vida no es la cantidad lo que cuenta, sino la calidad. No es la extensión, sino la profundidad. No es la apariencia, sino la esencia. Y, ¿por qué no? No es la personalidad, sino el carácter.
No te dejes impresionar por quienes necesitan de dos horas para expresar lo que piensan; o de cinco talentos para poder completar su tarea. Preocúpate por hacer lo mejor que puedas con tus dos talentos... o con tus dos minutos. Porque no es la cantidad, sino la calidad, lo que cuenta.
Señor, que en todo cuanto realice hoy tenga el sello de calidad del cielo.
Tomado de Meditaciones Matutinas para jóvenes
Dímelo de frente
Por Fernando Zabala
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